domingo, 28 de febrero de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 2º

Domingo 2º de Cuaresma
Entre la promesa y la realidad

Resultan increíbles muchas de las promesas que se nos hacen todos los días. Estamos acostumbrados, demasiado acostumbrados a mirar hacia atrás cuando se nos habla del futuro. Y es que si mirando hacia atrás no vemos nada, ¿qué veremos mirando hacia el futuro? El pasado y el presente son la mejor prueba a la que podemos someter cualquier promesa. No es que seamos escépticos por naturaleza, no, más bien estamos necesitados de confianza, de verdades y de hechos que nos permitan avanzar seguros hacia lo que está por venir. Pero lo cierto es que nos hemos vuelto muy críticos con los demás y críticos con nuestras propias posibilidades. ¿Quizás se nos ha prometido demasiado?
Las promesas de Dios no sólo han sido creíbles durante siglos, el ser humano las ha necesitado para poder tolerar y convivir con los vacíos del presente. Y es que resulta muy consolador y casi espectacular, poder presentarnos ante la vida como quien tiene de su parte al que puede hacer prodigios y transformar nuestra suerte en un abrir y cerrar de ojos. Quizás por eso se quedaron adormecidos y felices esos tres discípulos que subieron al tabor con Jesús para verlo transfigurarse, como infantes que finalmente han encontrado un regazo seguro y que tienen de su parte al mejor. ¿Cómo no verse tentados de aprovechar la ventaja y hacer tres tiendas?
Sin embargo, hay mil voces que nos reclaman para bajar del tabor, de esa visión misticoide o espiritualista. Ese estado de enajenación en el que uno deja de ser protagonista de su historia no es humano. Nos vuelve enfermizos, faltos de realidad y de comunicación. Cada cual en su choza o tienda pierde la visión de Dios y la visión del hermano y pierde por tanto el sentido de la realidad. Prometer vida de esa forma no resulta una promesa creíble.
La manifestación de Dios hecha en la transfiguración de Jesús, no fue en absoluto una llamada a la huída o la evasión. Tampoco fue un alarde espectacular de exclusividad y poder, ni una fantasía ideada para preservar el descanso de sus amigos, o conquistarlos de modo fácil. Contiene y es toda una promesa creíble, precisamente porque va teñida de presente y de dolor, y de comunicación profunda. En este caso el futuro esperanzador no entra en contradicción con un presente abnegado y a veces absurdo. Un presente así es más bien el aval de la promesa. El sujeto y el objeto de la promesa se vinculan para siempre. Es Dios que promete entregarse a sí mismo para el hombre. Estamos ante una alianza que compromete hasta la muerte a ambos. Y por eso la promesa adquiere vida, se vuelve luminosa y esperanzada. Sólo puede prometer con autoridad y de manera fiable quien está ya a nuestro lado dando, dándose, y dejando de esta forma tras de sí una verdadera estela de vida y de esperanza.
La transfiguración de Jesús es toda una promesa creíble, que por lo demás no resulta fácil de comprender. Sólo ese mutuo darse, en clima de alianza nueva, puede despertar en nosotros esos otros sentidos necesarios para un conocimiento que no se produce tanto desde la razón, sino más bien en el corazón, en lo más íntimo de la persona. A través del hombre logra verse de manera única a Dios, y a través de Dios el hombre logra verse a sí mismo y explicar su absurdo misterio de muerte. Pero hace falta Dios y hace falta el hombre, hace falta ese diálogo inefable de ambos que explica y da razón suficiente de lo que fue, de lo que es y de lo que vendrá.
¿Cómo entender hoy a Dios, y entender al hombre si no logramos juntos ser un anticipo de ese futuro? Si no subimos al monte de Dios y no bajamos con él donde está el hombre, si no mostramos así juntos el rostro transfigurado de la humanidad y la divinidad, amalgamados en una sola realidad, ¿cómo podemos creer en alguna promesa o prometer algo creíble?
Hartos de “realidad”, tal vez echamos de menos poder ver un poco de cielo en el rostro transfigurado de quien sufre por amor. Hartos de dominar, hartos de defender lo nuestro, tal vez deseemos ya ver un poco de esa gratuidad que sabe a cielo. Pero más que “cambiar de figura” nos hace falta traspasar el propio cielo, la propia felicidad, para ir hasta ese cielo del otro, rompiendo nuestro aislamiento. Hace falta permanecer y que nos vean en pleno diálogo, ese diálogo celestial, poco habitual entre nosotros. No importa que hablemos de la muerte o hablemos de la mismísima esencia de la vida. La entrega sincera, el dolor bien asumido, una actitud libre y abierta… y la promesa de Dios volverá a ser creíble. Al hombre moderno también le falta el paraíso, que el cielo vuelva a la tierra, la nueva tierra. Jesús no ha hecho más que abrir e insinuar el camino. Pero en él la promesa ya es realidad.
Román Martínez Velázquez de Castro

domingo, 21 de febrero de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 1º

Domingo 1º de Cuaresma
Raíces que se afianzan en el desierto
Extraña y curiosa, cuando menos, debe resultar a los oídos de muchos esta afirmación: «Sólo al Señor tu Dios darás culto». Trato de imaginar lo que puede pasar por muchas cabezas de nuestros contemporáneos. Hemos pasado siglos bajo el poder de la religión y de los religiosos, para casi todo hemos necesitado del influjo social de la religión: en la cultura, en la enseñanza, en la sanidad, en la asistencia social, en la economía, en el pensamiento y hasta en los pormenores de la vida cotidiana. Por norma y bajo el peso de la tradición hemos tenido que pasar por las iglesias durante siglos para asegurarnos una vida eterna en condiciones. Y de golpe y porrazo llega el progreso, irrumpe la revolución científica y tecnológica y nuestros ojos se abren: del lado de la ciencia y de la técnica, del lado de nuestra razón hemos avanzado en pocos años lo que no habíamos logrado en siglos de historia de manos de la religión. ¿No será que Dios ya ha sido sepultado por la razón humana? ¿No será que nos habían secuestrado la razón para acabar con nuestra libertad e impedir el progreso?
¿A quién le dice ya nada esa afirmación tan gratuita como cargada de un poder trasnochado: «Sólo al Señor tu Dios darás culto». Sólo un 30 % de los españoles dicen hacerlo porque todavía van a la iglesia para cumplir con sus prácticas religiosas. Por lo demás no existe un compromiso fuera de los templos y es casi irrelevante el número de aquellos que siguen en su vida las enseñanzas del magisterio de la Iglesia sobre moral y conducta cristiana. Los seminarios nos dicen que se están vaciando, apenas hay vocaciones al sacerdocio o a la vida religiosa. ¿Qué pasa? ¿No le estará llegando a la Iglesia y a la religión su final?
Honestamente hay que aceptar que ese es el cuestionamiento de muchos, lo que circula por sus cabezas, y, peor aún, es lo que hoy se predica desde las cátedras de la vida pública o civil en ámbitos políticos y sociales. Por lo aparentemente simple del planteamiento, me gustaría secundar un posicionamiento semejante. Pero algo por dentro me dice que no sería honesto conmigo mismo ni con la sociedad, dar así por zanjada una situación de siglos y, menos aún, los mil retos a los que como humano me enfrento cada día. La persona que ve saciada su hambre con unos cuantos recursos materiales que saben a progreso; o con la posibilidad de ejercer un poder efectivo sobre las cosas y las personas, que le sabe a libertad y autogestión; o con el reconocimiento y aplauso de unos cuantos, que le concede valor suficiente y reconocimiento a sus principios, esa persona aún está al principio de su camino. Esos consuelos no sacian sino la sed de lo inmediato, pero dejan volatilizado el núcleo más esencial del ser humano.
Ni siquiera Dios puede venir de fuera, extraño a la persona, para pedirle o exigirle sumisión. Y sin embargo tiene plena validez todavía, en medio de la crisis religiosa, ese imperativo que nace de lo más profundo del hombre. No me escandaliza que el hombre moderno ose apartarse de Dios. Es una tentación normal que se tiene que plantear en el desierto de nuestra propia historia, la de los hombres. Pero Dios no viene de fuera como un extraño, está dentro de cada uno, amasado con la historia personal y colectiva por su mismo ser Amor y Comunión. El mismo Espíritu de Dios nos lleva a ese desierto de tentaciones de todas las clases. Ojalá nos dejemos conducir también por él en nuestro comportamiento ante los espejismos del desierto que dan carta de identidad y sólo aparente valor a lo que no es más que una fantasía.
En un periodo de crisis religiosa, de cuestionamiento de todas nuestras posiciones y principios, de la propia orientación del ser humano y de la sociedad, sigue siendo una peligrosa fantasía, una tentación descarada, olvidar al prójimo, olvidar la deuda que tenemos con el hermano, olvidar el principio de comunión en el que hemos sido creados, instalarnos en un sentimiento adolescente de autoafirmación y de poder, pretender vivir del prestigio y de los agasajos fáciles de quienes en pocos años nos darán la espalda para elegir otro “top model”, otro escritor consagrado, el nuevo político de turno, o el pensador de moda y hasta el maestro el gurú o el teólogo consagrado por los medios de comunicación.
Ante esas tentaciones tan aberrantes como humanas y cotidianas, siempre resuena desde dentro de la conciencia esa frase tan cargada de autoridad como liberadora: «Sólo al Señor tu Dios darás culto». Que equivale a decir que no somos nosotros quienes justificamos suficientemente nuestra conducta sino el Señor de la Vida, aquél que responde de nosotros de modo estable y duradero, aquél a quien le debemos nuestro ser por el amor infinito que nos hizo partícipes de todo lo suyo, y aquél que establece relaciones duraderas de justicia y mutuo enriquecimiento con nuestros semejantes. Ese Señor de la Vida y del hombre eleva nuestra dignidad, porque nos hace libres de todo y nos prepara para el encuentro con el mundo real de una forma responsable y creativa al mismo tiempo. Nuestro “culto”, no puede ir dirigido a nosotros mismos, a nuestro poder y nuestra satisfacción, hemos de “cultivar” para que dé sus mejores frutos, el amor que está nosotros, en el que fuimos creados. Ese es nuestro único Señor y a él solo podemos darle culto.
Román Martínez Velázquez de Castro

martes, 16 de febrero de 2010

Cibersexo


En un reciente Congreso sobre matrimonio y familia, uno de los ponentes, comentaba el caso de una pareja que tras unos años de feliz convivencia se había separado por el aislamiento progresivo en el que sus vidas habían entrado. Una muestra del deterioro de su matrimonio era la falta de relaciones sexuales, cuya carencia la mujer echaba de menos pero el marido no, “ya que yo (el marido) vivía mi sexualidad a través del cibersexo”. Confieso que esta declaración, en su día, me dejó un tanto perplejo. ¿Qué poderosas razones puede haber para que alguien renuncie a la profunda humanidad y satisfacción del encuentro interpersonal y acabe refugiándose en la vivencia de una sexualidad virtual practicada a través de un medio técnico, con todas las limitaciones y distancias que impone?

En esa misma línea, hace unos días, el Ministerio de Sanidad en su «Estrategia Nacional de Salud Sexual y Reproductiva», de próxima implantación en nuestra sociedad, afirmaba que el cibersexo «permite participar en fantasías que, por determinadas condiciones físicas o sociales, o por miedo a la malinterpretación o el rechazo, no se atreverían a hacer realidad en la vida». Con ésta y parecidas intervenciones, el Ministerio plantea en su «Estrategia Nacional» una vivencia de la sexualidad evasiva, reduccionista y engañosa.

Y es que la realidad compleja y misteriosa de la sexualidad envuelve todo nuestro ser. Por un lado, conecta con nuestros instintos más básicos: supervivencia, protección, dominio, placer. Por otro lado, expresa de mil maneras nuestra necesidad de comunicación y unión con los demás. Son estos aspectos los que explican su poderosa y atractiva fuerza, que nos lleva a mitificarla y endiosarla. En la sexualidad se manifiesta nuestro ser más íntimo, con todas sus riquezas y miserias. Como expresión de nosotros mismos, la sexualidad puede ser maravillosa o tremendamente denigrante. Por eso no podemos banalizarla y convertirla en mero objeto de consumo, evasión o búsqueda egoísta de nosotros mismos. Una sexualidad vivida así al final se nos hace tediosa y frustrante. Sin embargo, cuando la sexualidad se convierte en expresión de entrega total, de verdadero amor al otro, ésta se hace una experiencia única de comunión y gozo profundo, que estrecha en las personas los vínculos del afecto y el cariño, alimentando su fidelidad y abriéndolos a seguir transmitiendo vida a los demás.

Indigna ver cómo a través de los medios, las políticas sociales, educativas y sanitarias, el mercado, etc., la sexualidad se ve una y otra vez banalizada, desposeída de su verdadero significado. Propuestas como la del cibersexo son engañosas porque significan una huida de la realidad, un refugiarse en “paraísos” ficticios, efímeros, adictivos, donde se refuerza mucho la soledad, los complejos y debilidades de cada persona. Un diálogo verdadero y constructivo con el otro entraña siempre respeto, donación, sacrificio, compromiso, son aspectos de los que la sexualidad no puede prescindir. Huimos del esfuerzo por madurar la propia sexualidad porque cuesta, sin duda no es un camino fácil y quizás nadie nos haya ayudado a recorrerlo, pero merece la pena intentarlo. La satisfacción que da una sexualidad integrada y armónica no tiene precio, pero hace falta personas que quieran buscarla.

Francisco Campos Martínez

sábado, 13 de febrero de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: T. Ord. 6º

Domingo 6º del Tiempo Ordinario
Saciados… ¿de qué?
Difícil tenemos buscar algo distinto a lo que nos dan, y peor aún si eso que buscamos entra en contradicción con lo que en nuestro entorno se vive o se disfruta. El peso de la costumbre puede ser muy bueno para dar seguridad, pero puede volverse una losa insoportable que sepulta cualquier aspiración o paso hacia una auténtica libertad.
La sociedad, por un raro consenso “mayoritario”, establecido por aquellos a quienes les hemos encomendado confiadamente nuestro futuro, y consolidado por una serie de modas “culturales”, nos ha dicho lo que es bueno o malo, los caminos que se pueden todavía emprender y los que hay que definitivamente abandonar. La clase que marca usos, costumbres y modas, es la clase que tiene la potestad delegada para ofrecer a todos el mejor de los paraísos. ¿Quién puede desconfiar de ello o apartarse para orientar sus pasos hacia otro paraíso?
Lo que sí está bien claro es que este paraíso que la corriente social dominante parece disfrutar, no es el paraíso de los pobres, ni de los que buscan la justicia, ni de los que lloran, ni por supuesto de los limpios de corazón, de aquellos que no tienen doblez, de aquellos que se entregan con sinceridad a pesar de las mil incomprensiones, persecuciones o marginaciones a las que se ven sometidos. Ese paraíso “hecho a nuestra medida”, pero en el que caben muy pocos, no es, no ha sido, ni podrá ser nunca el paraíso de la humanidad, el paraíso donde se pone de relieve la dignidad de la persona; no ha sido nunca el paraíso de quien ha sido creado con la capacidad de ser libre y de crear; no podrá ser nunca el paraíso de quienes cuentan con los demás para gozar -que no explotar- las mil riquezas de este universo que sí está hecho a nuestra medida, aunque algunos se empeñen en decir que se queda pequeño para todos.
Ese señorío de la moda, de la discriminación y el engaño, de la ruptura, de los “privilegiados”, de una cultura caduca que nos sumerge cada vez más en el aburrimiento y el tedio, y hace de la desconfianza el justificante para un crecimiento a costa de los demás, el señorío del placer, de los sentimientos, de lo caduco, de lo inmediato, de todo lo que se volatiliza en un abrir y cerrar de ojos…, ese señorío nos ha cegado y nos ha hecho el corazón de piedra. Ese señorío casi consigue que nos avergoncemos de llamar Señor y rendirnos ante quien auténticamente nos hace libres.
Personalmente no conozco un señorío más dignificante que el que aparece en esos Evangelios tan antiguos como actuales. Es el señorío de quien pone ante nuestros ojos el mejor de los paraísos, un paraíso que no exige tanta humillación y sumisión como aquel otro. En este paraíso divino sí cabe la humanidad entera, aunque sólo lo alcanzan los que no son serviles, los que no se dejan utilizar ni se amedrentan, los que son capaces de sufrir por salvar la dignidad de las personas, los que poseen bien poco porque sólo retienen como riqueza el amor de Dios y el amor a cada semejante.
Pensando en un horizonte tan grande, que ensancha continuamente la mirada, y nos saca de cualquier posible aburrimiento debido a la estrechez del corazón y de la mente, se entiende bien la dura expresión del profeta Jeremías: «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor». No proclama indigno al hombre y a la carne, sino todo lo contrario. Pero sí pierden toda su dignidad cuando se abandona el señorío de Dios para someterse al señorío de lo caduco y de lo totalmente incapaz de producir vida por sí mismo fuera del ámbito del amor y de unas relaciones leales con los demás. Somos plantas que junto a la corriente echan raíces, pero fuera de su medio se marchitan y se pierden.
La cultura dominante ha optado por rellenar a toda prisa los vacíos de la existencia con goces inmediatos, llamando al consumo y a una evasión de carácter materialista que nos impide plantearnos cualquier pregunta sustancial sobre nuestra razón de ser y nuestro andar por la vida. Esa cultura ha prescindido irrevocablemente de cualquier promesa de vida después de la muerte, y nos llama a disfrutar frenéticamente del presente a costa de cualquier cosa. Pero lo que nunca conseguirá es devolver la paz al hombre, hacer que se sienta confiado y que goce de su propia grandeza junto a los demás. Nunca eliminará por principio la discriminación, la marginación y por tanto la violencia. ¿No sería mejor romper definitivamente con el respeto humano y el miedo, con la moda y esa cultura dominante para abrirnos al único señorío que sí sacia y garantiza un gozo estable y eterno?
Román Martínez Velázquez de Castro

miércoles, 10 de febrero de 2010

HACIA UN CONCEPTO INTEGRAL DE SALUD (I)

La salud es un pilar fundamental en nuestra vida, tiene el privilegio de protagonizar, junto con el dinero y el amor, la mayoría de los deseos que hacemos y esperamos para el nuevo año que entra. Sin embargo, el concepto de salud es algo discutible y discutido. Ni siquiera en el ámbito sanitario está definido con claridad. De ahí los esfuerzos que desde la OMS y desde los distintos colectivos sanitarios se busque un concepto común y clarificador. No olvidemos que la atención sanitaria tiene como objetivo principal la consecución de la salud, y para ello se debe tener claro en qué consiste. Es pues, un debate donde todos podemos y debemos participar, especialmente si estamos vinculados a la profesión sanitaria. La adquisición de conductas saludables en la sociedad y la buena práctica sanitaria dependen de una interpretación acorde a su verdadera naturaleza.

Si echamos la vista atrás, podemos comprobar que los clásicos no tenían especiales dificultades en alcanzar una idea clara de lo que es la salud. La palabra latina salus ya les daba idea de su significado. Nosotros debemos retroceder a la etimología para alcanzar lo que era evidente para ellos. Salus y salvatio, (en latín la U y la V, eran una sola letra), significan “estar en condiciones de poder superar un obstáculo”. De aquí se derivan sus equivalentes castellanas: salud y salvación. El término castellano “salvarse” incluye el significado original de “superar una dificultad. Si partimos de este significado, salud es el hábito o estado corporal que nos permite seguir viviendo (que implica, por ejemplo, .mantener nuestra identidad individual para relacionarnos “homeostáticamente“ con el medio, y la posibilidad de reproducción para perpetuar la especie), superando las dificultades del medio. Puede ocurrir que el funcionamiento normal de cualquier ser vivo puede estar alterado, sin poner en peligro la vida, y esto genere molestias o dificultades para el desarrollo normal de su actividad. Es por esto, que la salud incluye un cierto grado de bienestar físico, y de agrado en la actividad que es necesaria para vivir (bienestar psicológico); sin embargo, la salud no es bienestar. Más bien, el bienestar es, en cierta medida, una parte de la salud, es decir, es uno de los medios necesarios para poder seguir viviendo.

En el caso del hombre, seguir viviendo, no es sólo poder mantener la vida biológica, reproducirse o tener un cierto grado de bienestar suficiente para estos fines. Es, y de modo igual o más importante, poder actuar con su inteligencia y voluntad, llevando a cabo actividades que no pueden realizar los animales: trabajar, estudiar, etc. La salud que podríamos llamar meramente animal está en el hombre al servicio de actividades más altas: es un bien instrumental para la actividad espiritual. Así, se puede dar la situación paradójica de que, examinada la vida humana desde el punto de vista meramente animal, no exista salud y, sin embargo, considerada desde el punto de vista humano, sí que pueda decirse que la hay. Así, una persona que carezca de capacidad para reproducirse, o que tenga algunas alteraciones físicas o psicológicas puede, en muchas ocasiones, desarrollar su vida normalmente. Sirva como ejemplo, la típica expresión “Vamos tirando, con los achaques propios de la edad, pero no podemos quejarnos”.

Gracias a Dios, esto es así. Cuando nos olvidamos de esto, el hombre se “animaliza”, funciona únicamente por instintos y el mundo se convierte en una gran selva donde todo es una amenaza a mi supervivencia. En este contexto, solo sobreviven los más fuertes, y aquellos discapacitados que gozan de menos salud, se convierten en un lastre y hay que dejarlos en el camino. Por descabellado que parezca este razonamiento, existen corrientes filosóficas que desdibujan el umbral que separa a los hombres de los animales. Sirva de ejemplo el filósofo utilitarista Peter Singer. Para los seguidores de esta corriente utilitarista (Vease, por ejemplo Proyecto Gran Simio) se podría justificar la investigación con embriones humanos, la eutanasia y la eugenesia, además de la implantación de un rígido control demográfico. En Singer parece que lo importante es que se salvaguarde del dolor, del proceso del dolor, a los seres que pueden descubrirlo. Singer, llegó a expresar que «es más valioso un cerdo adulto que un bebé humano» o que «en un incendio, salvaría antes a un ratón que a un hombre con un daño cerebral irreversible».

No olvidemos, además, que el hombre privado de su espiritualidad y reducido a lo meramente biológico, es fácilmente manipulable y de esto ha dado buena cuenta la historia, como ejemplo pongamos los regímenes totalitarios comunistas y fascistas… pero esto es “harina de otro costal”.

Manuel F. Fajardo Rodríguez

sábado, 6 de febrero de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: T. Ord. 5º

Domingo 5º del Tiempo Ordinario
Evangelizar con la confianza que da el amor
Una cosa es evangelizar, anunciar de modo efectivo una buena noticia, proclamar un mensaje liberador; y otra bien distinta es ser un profesional del Evangelio o de la “religión”. Las motivaciones y los objetivos de uno y otro no tienen nada que ver. La “religión” ha amparado y sustentado proyectos de muy diversa índole. Alcanzar cualquier poder siempre se ha visto facilitado por una buena mentalización “religiosa”, una buena alianza con esos sectores más “religiosos” de la población, que añaden motivaciones sustanciales para el esfuerzo y la fidelidad obediencial.
Para ser un buen profesional de la religión basta tener poder y una cierta capacidad demagógica. En cambio, para evangelizar satisfactoriamente hay que tener autoridad. Entiendo por autoridad algo bien distinto del poder. El poder somete, vincula por la fuerza, “evangeliza” desde la necesidad impuesta, desde arriba; es proselitista, no engendra comunión ni vínculos interpersonales, deja a cada uno en su propia individualidad; el poder compone arbitrariamente una sinfonía que no acaba de sonar de modo acorde, ya que no arranca de la vocación propia de cada uno de los elementos que componen la orquesta de este mundo, no toma en cuenta el ser armónico que tiene sus propias leyes. El funcionario de la religión, sabe que no es nada sin su jefe, sin el poder del que puede participar en la medida que calla, que acata y obedece. El poder sólo logra establecer una nube de vínculos tan pasajeros como interesados. Por eso, cada vez que se nos habla de Dios, del Todopoderoso desencarnado y lejano, dentro de nosotros se enciende una especie de alarma, consciente o inconsciente, y no podemos dejar de vernos lejos de ese Dios incomprensible para el hombre. En nombre de ese Dios todopoderoso se han hecho muchas cosas que han acabado en destrucción de la persona y de su libertad.
Por el contrario la Autoridad del Evangelio, de Jesús, suena a algo bien distinto, de la misma forma que el término creyente se aleja bastante del simple ser correligionario. Los evangelizadores que nos han transmitido el mensaje liberador de Jesús, no se vieron nunca atrapados por el afán proselitista, sino más bien por el amor sincero a cada persona. El evangelizador busca entablar un diálogo interpersonal, sacar fuera la vocación integradora de cada individuo para lograr la mejor armonía, en un diálogo liberador y creativo. La autoridad tiene sus raíces en el valor de cada persona, en su ser para el otro, en la vocación de servicio gratuito y libre en la que todos nacemos. La autoridad no se impone, se da, cautiva y entabla lazos verdaderos de comunión. La autoridad engendra fe y confianza, da luz y acerca a la Verdad.
Cuesta entender la revolución cristiana, la radicalidad apostólica de los discípulos de Jesús, esos hombres de fe, nacidos del amor pasado por el crisol de la muerte, si no estuviera precisamente justificada por la autoridad de alguien que no lava el cerebro, que no hace proselitismo, que está dispuesto a quedarse solo por fidelidad a su propia vocación como Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Jesús ha nacido del amor y todo lo que engendra nace del mismo amor. La llamada que dirige a cada uno de los Apóstoles para hacerlos “pescadores de hombres”, evangelizadores, está más que justificada por ese otro “poder” suyo que no es sino la autoridad que le viene de lo alto y que se ha hecho carne cercana y manifestación concreta. Jesús ha hecho escuela con los suyos, conviviendo, compartiendo lo que ha recibido del Padre con toda fidelidad al Padre y a cada uno de los discípulos.
Nuestra autoridad para evangelizar no nos viene del poder recibido, sino más bien de la capacidad de imitar al maestro dando la vida. “El cáliz lo beberéis” es la única garantía del buen evangelizador, porque es la mejor expresión del amor, único capaz de ponernos en la verdad, de liberar y de crear la comunión entre todos. «Por tu palabra echaré las redes», esa fue la respuesta convencida a una llamada de Jesús. La Palabra que todo lo ha hecho, es la única palabra con “poder” para recrear este mundo, con autoridad para engendrar lo que pronuncia. Esa Palabra es un acorde sinfónico hecho de mil servicios, hecho de entrega y de inmolación libre, es la mejor composición, nunca se vuelve aburrida, contiene una imaginación sin límites. Es cercana a todos y deja un eco o resonancia propia en cada uno, reúne mil voces en una sin confundir ni aturdir a nadie. Comunica fortaleza y produce fidelidad. Llega a todos sin proselitismo alguno. Sólo así entiendo que el apóstol lo deje todo, aun en tiempo de riqueza y de progreso, con la disponibilidad, radicalidad y prontitud con que lo hicieron aquellos primeros Doce.
Román Martínez Velázquez de Castro

viernes, 5 de febrero de 2010

Cómo construir una gran catedral

Necesitamos un poco de inspiración, necesitamos de tiempo en tiempo un soplo de aire que nos devuelva la frescura que a veces perdemos. Y creo que ese toque de inspiración lo tiene este vídeo que os invito a ver. Lo he visto varias veces y aún no me he cansado. Tiene ese aire fresco, que nunca te cansa.

Para que sea auténtica la inspiración tiene que venir aderezada con una buena dosis de realismo, sin la cual se convierte en una mera fantasía sin contenido. Y esta mujer que nos habla creo que lo hace desde el realismo. Desde el realismo de una madre que cada día se preocupa de preparar la comida a sus hijos o de llevarlos al colegio. Desde el realismo de una esposa que no se conforma con mantener una relación distante con su marido. Y lo mejor es que me quedo con la impresión de que esta mujer no tiene nada de tradicionalista, sino todo lo contrario. Es una verdadera emprendedora.

Nos explica con un lenguaje claro y actual lo que hay en el fondo de cualquier experiencia cristiana: “el que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8,34).

También me viene a la mente una frase del poeta granadino Miguel Ruiz del Castillo, que podéis encontrar en un pequeño monumento que le hace homenaje en la plaza que lleva su nombre, en la calle Padre Alcover de Granada: “Hacer las cosas por las cosas sin esperar la recompensa, que nunca las rosas reclaman su perfume”.

El homenaje a este poeta probablemente esté hecho de bronce. De muy superior envergadura es el homenaje al amor y la paz que cada día realizan en sus vidas personas que a menudo pasan desapercibidas ante sus semejantes... ¿también ante nosotros?

Por cierto, si os extraña el título de este artículo, ved el vídeo y comprenderéis…



Manuel Quintana Muñoz

miércoles, 3 de febrero de 2010

¿BARRERAS INFRANQUEABLES?


Mirando la sociedad que nos rodea, con demasiada frecuencia personas y grupos que nos decimos creyentes caemos en tópicos que en nada ayudan al diálogo y el acercamiento. Con un gran simplismo nos parepetamos en tópicos inaceptables: “en este mundo cada cual va a lo suyo, la gente pasa de la Iglesia, pasa de las necesidades de los demás, pasa de la verdad…”
Seguramente ese juicio viene motivado por hechos que en parte dan la razón a apreciaciones tan parciales y destructivas. Lo cierto es que a fuerza de repetirlo lo hemos interiorizado y absolutizado tanto que venimos a situamos en dos orillas bien distintas. En un lado los que no comparten “nuestra fe”, “nuestros valores”, “nuestra forma de ver el mundo”, en definitiva: los que, según éstos, van a lo suyo y listo; y en el otro están los “buenos”, los “creyentes”, los “sensatos”.
Con el paso del tiempo, las orillas se van distanciando y lo que empezó como un arroyo que nos separaba, ahora es una riada. Los puentes se quedan pequeños y caen.
Para no contaminarse quienes se sienten en posesión de la verdad se atrincheran en tradiciones y grupos refugio; acaban por concebir la vida de fe como una lucha, una apologética, a la defensiva. Al final quedan como una subcultura ajena a este mundo que con suma dificultad ha de conquistar el mundo de los terrestres. Semejantes actitudes bien podrían verse reconocidas y caricaturizadas en una frase que oí hace poco: “Aquí todo el mundo va a lo suyo, menos nosotros que vamos a lo nuestro”.
Jesús, que siendo de condición divina se hizo uno de tantos… ¿se limitaría a instalarse en una de las orillas? Aquél que dijo: “No he venido a condenar sino a salvar”… ¿sería puente o frontera?
Ángel Moreno Muñoz