domingo, 7 de marzo de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 3º

Domingo 3º de Cuaresma
Dios está. ¿Dónde estamos nosotros?
Cansados tal vez, y bastante decepcionados de muchas cosas, puede que con un profundo dolor en el alma, o hasta indignados por la inseguridad en que nos vemos obligados a vivir, es muy probable que esa sea la situación en que nos encontremos muchos de nosotros. El dolor siempre se agrava cuando lo más humano se pierde, cuando la gratuidad del amor se trueca en odio y venganza, cuando nos vemos casi irremisiblemente avocados a una vida que sólo se alimenta –si se puede decir así- de amenazas, recelos, miedo, violencia, aislamiento, y hasta la muerte probada en la propia carne o en la de seres muy cercanos a nosotros.
En estos días seguramente habremos vuelto a condenar desde lo más profundo el comportamiento de quienes se olvidan de la persona y centran sus intereses en objetivos que, antes que favorecer a nadie, distorsionan la vida y la quiebran. Sentimos indignación y una rabia interna contra los que causan este desarreglo humano y tal vez contra los que no logran frenar los desmanes contra la humanidad, o hasta los favorecen directa o indirectamente. No podemos adaptarnos ni resignarnos a aceptar lo que nos está ocurriendo. Nuestro futuro inmediato y no tan inmediato,  está marcado por las experiencias  vividas, por una cultura tan inestable como la que entre todos estamos oficializando y consagrando, en aras de la libertad y el progresismo.
Sabemos lo que queremos, queremos paz, queremos libertad, queremos respeto profundo a la vida, a la dignidad del ser humano y a sus opciones más legítimas. Esta situación nuestra de hoy es real y la perplejidad en que nos vemos sumidos está totalmente justificada. Pero, junto a nuestra denuncia, todos estamos esperando ver señales nuevas y esperanzadas que permitan mirar a nuestro presente y futuro con confianza. Esa confianza, el sueño de todos sólo puede hacerlo realidad la suma de muchos gestos y actitudes renovadas por parte de cada individuo, cada organismo, cada cultura, cada pueblo, cada país. Sin una renovación radical no hay vida. Y ello exige de todos una auténtica conversión. No nos valen en estos momentos mensajes catastrofistas que no hacen sino darnos un empujón para caer un poco más profundo en la fosa del pasotismo y la inactividad. Tampoco nos valen mensajes que hacen crecer la desconfianza y hasta el enfrentamiento entre regiones, culturas o incluso religiones. No nos vale seguir descargando una ira, poco acorde con nuestra vocación humana, en unos cuantos a los que hacemos culpables de todo. Ni siquiera podría confortarnos una simple confirmación o cambio de aquellos que están llamados desde la política a armonizar y sostener un verdadero equilibrio social.
Cada persona, cada grupo, cada sector social debe revisarse y realizar una sincera conversión. El evangelio de Lucas, en el corazón de la cuaresma, nos recuerda sin fatalismo alguno: «Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». La advertencia contiene una sabiduría inmensa y arroja una gran luz para el momento presente. Dios es “paciente”, sabe esperar y sufrir junto al que sufre la falta de vida y de frutos de auténtica humanidad. Y no por eso deja de recordarnos dónde está la base de un presente y futuro abordados desde la confianza y la estabilidad, desde la vida y la libertad: sólo la conversión es garantía de vida.
Y… ¿convertirnos de qué o a qué? Un mundo inspirado en el materialismo, en la comodidad, en el poder, en la influencia social desprovista de valores y orden moral, jamás podrá producir una vida digna de ser apreciada o sostenida por quienes nos sentimos faltos de la comprensión, del apoyo, de la solidaridad y la caridad de todos. Una sociedad y un mundo que se vuelve sobre sí mismo, y trata de justificarse con razones de progreso, olvidando al hermano como pieza central de la vida y a Dios que la envuelve y la sostiene, nunca podrá ser ése un mundo de esperanza, capaz de hacer nacer una vida nueva cuajada de esos dones que todos deseamos desde lo profundo del corazón.
Necesitamos reordenar nuestra moral sobre una escala de valores nueva: la vida, el amor, la gratuidad, la fidelidad, la libertad, la justicia, la paz… Son esos los valores que con un corazón nuevo deben instalarse en nuestros ambientes y hacer cultura. Nuestro mundo sí tiene valores que defender y personas que en determinados momentos saben encarnarlos con disponibilidad y entrega. Lo que nos falta es transportar a la vida ordinaria de cada uno y a la vida política y social esas inquietudes y esa vocación profunda que todos llevamos, subordinando cualquier otro deseo o aspiración. Dios está ahí y también nosotros. Él y muchos a nuestro alrededor están esperando ver los frutos abundantes que un árbol, con raíces humanas y divinas, está llamado a dar. Lo necesitamos y con urgencia.
Román Martínez Velázquez de Castro

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