domingo, 21 de marzo de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 5º

Domingo 5º de Cuaresma
La justicia que viene de Dios
Es la suya una justicia poco habitual entre nosotros, estamos más acostumbrados a otra justicia. Nuestros juicios y argumentos condenatorios siempre giran en torno a la ley, como si fuera el único instrumento, meticulosamente elaborado, que nos sirve para depurar la vida humana, las relaciones sociales y ponernos a salvo del mal. La ley pasa por ser de modo extraño el código moral de nuestra sociedad contemporánea. Confieso que resulta muy tentadora la ley, quien la tiene de la mano cree poder sentirse seguro. La seguridad que los demás no nos dan nos la da un buen código de preceptos que aquilatan la verdad y regulan la vida humana.
Y lógicamente quien no pide más que eso, la seguridad de un marco legal bien definido, se queda con una verdad bastante aleatoria, con una consistencia en sí mismo bastante reducida, y por supuesto con muy pocas posibilidades de relación y enriquecimiento a partir de los valores de cada persona. Un marco legal bien compuesto es más que necesario, pero no basta, jamás podrá definir lo que es un ser humano frente al otro, junto a otro de su misma carne y su misma sangre. Podrá evitar algunos males, contener la violencia y disminuir los atentados contra la dignidad de la persona. Pero lo que no puede es aportar la riqueza y la plenitud que sólo el amor puede dar.
No se contraponen en absoluto nuestra ley y nuestra justicia con la justicia que viene de Dios. Pero lo cierto es que sólo un amor tan limpio y desinteresado, un amor tan llevado hasta el extremo como el de Dios es el que puede aliviar un sinfín de cargas que nos aplastan, traernos el oxígeno que necesitan nuestros pulmones, devolverle al hombre su dignidad con sus infinitas posibilidades. Sólo un amor así puede situarnos junto al otro más que frente al otro. El amor de Dios logra frenar el mal, sí, y nos libra también de mil peligros de ruptura interna y externa. Ese amor en el que fuimos creados es nuestra misma esencia, nuestra aspiración más profunda y el océano en el que podemos nadar y movernos a nuestro aire.
La mujer sorprendida en adulterio, que la ley mosaica manda lapidar y destruir, se encuentra en Jesús con otra LEY, otra justicia que viene del cielo, que es ella misma el cielo que nos acoge y protege, y que nos permite caminar en libertad. Esa justicia es misericordia y perdón, es acogida, es encuentro y comunión. Queda muy lejos de la otra ley.
Daríamos cualquier cosa por encontrarnos en el lugar de esa mujer –decimos en nuestro interior-, pero nos falta tal vez estimar una pérdida y basura, como diría Pablo, todo lo que no viene de Cristo. Sólo quien se siente perdido en este mundo, perseguido por quién sabe que justicia, puede llegar a necesitar de esta otra justicia. Quizás todavía prefiramos valernos por nosotros mismos, valernos de nuestros aparentes recursos, valernos hasta de nuestra mentira para burlar la ley y sacar a flote nuestra vida (no se sabe qué vida). No es que sólo puedan recurrir a Dios los que tienen la fe del carbonero, los que consideran todo perdido, los que se sienten inútiles e incapaces para resolver su vida. Es algo distinto. Recurre a Dios y goza de esa formidable acogida quien no se siente autosuficiente, quien es consciente de sus límites, quien se sabe Hijo de tan buen Padre, quien sabe que darse un baño en su amor trae la verdadera felicidad y la recomposición de todos esos valores perdidos.
La justicia de Dios no condena al humilde y al perseguido, a pesar de su mal. Su justicia redime, nos saca del abismo de la soledad y la desconfianza, y del abismo del pecado mismo, causa de todos los males. Estimar basura lo que no viene de Cristo, lejos de suponer un fundamentalismo o espiritualismo fanático del creyente en Dios, habla de una comprensión nueva y original de la vida. Quien cree en Dios y deposita en él su confianza es porque ha logrado comprenderse a sí mismo y el universo que habitamos como nacido de Dios e invadido por su amor en lo más profundo del ser. Y comprende que perder de vista ese horizonte y esa LEY, es perder la propia vida y las mejores capacidades con las que hemos sido revestidos por la creación. Perder a Dios, abandonarnos en un código elaborado por nosotros mismos para defender lo propio y defendernos del hermano, es haber perdido la verdadera moral, la inspiración misma de la conducta humana, que radica siempre en un amor capaz de estrechar lazos, de sostenerse más allá de cualquier pérdida, de dar vida e incorporar a la vida a quien por sí mismo o por culpa de otros, se ve condenado en su existencia al abandono, a la persecución y hasta la muerte. Sí, en el fondo, y quizás a gritos, aunque apagados por otros muchos gritos estamos todos muy necesitados de esa otra Justicia que humaniza y libera: la Justicia de Dios.
Román Martínez Velázquez de Castro

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