domingo, 14 de marzo de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 4º

Domingo 4º de Cuaresma
La dignidad de los que saben pedir perdón

Siempre hablamos de saber perdonar, es lo que más dice de una persona. Hasta tal punto que casi parece una utopía y en todo caso algo que nunca se podría exigir a nadie, porque no es de ley. Saber perdonar es algo que pertenece al altruismo, o a clases que prácticamente han renunciado a las leyes competitivas que rigen habitualmente la convivencia humana. Pareciera más propio de quienes se han entregado a la religión, decepcionados ya por lo que el mundo no ha logrado darles. Y sin embargo sigue siendo lo más admirado en lo profundo del corazón, aunque sea siempre lo que más cuesta.
Pero tal vez habría que ir más allá. Si pensamos así del saber perdonar, ¿qué pensar de la capacidad para pedir perdón? Es otro gesto que más que en el altruismo puede que nos haga pensar en la humillación y hasta la negación de la dignidad personal. Reconocer los propios fallos hoy equivale al final de la carrera. En una sociedad competitiva hay que estar arriba siempre, o al menos intentar parecerlo. Pedir perdón y perdonar no está ya casi a nuestro alcance. Hemos sido entrenados para algo bien distinto. Más que una virtud, se valora como un signo de debilidad lo uno y lo otro. Las capacidades del individuo en nuestro mercado social quedarían muy disminuidas y hasta anuladas. Y no digamos nada de las capacidades de un colectivo social o incluso de un país. No se puede perder el prestigio si se quiere seguir ascendiendo en la valoración social o internacional.
Y a pesar de todo sigue siendo un profundo reto el que unas víctimas de la injusticia, de la marginación o hasta del terrorismo, nos digan en los medios de comunicación que perdonan a sus verdugos. Es algo que habla de la altísima dignidad del ser humano.
Sin embargo, quizás no quede tan bien parado el que en determinado momento reconoce su fallo y pide perdón privada o hasta públicamente. Estamos tan deseosos de imponernos, que nos lo pone servido quien así se humilla. La sociedad no tiene recursos para readmitir y devolverle su sitio a quien lo ha hecho mal. Si no nos ensañamos con él, cuando menos lo apartamos y marginamos. Al fin y al cabo, si reconoce su culpa no puede seguir dañando, pero tampoco le podemos permitir que pueda seguir considerado a la misma altura de quienes aparentamos estar en la cota máxima de lo popular y lo valorado por todos. Si somos medidos por la productividad, por el poder, por el prestigio, difícilmente tendrá sitio quien, por el motivo que sea, se ha quebrado y ha sido descubierto en fallo.
A pesar de todo, lo cierto es que con esa actitud hipócrita estamos sentenciándonos a nosotros mismos y firmando nuestra propia condena. Una sociedad cargada de debilidades, que debe vivir siempre escondiendo sus fracasos y torpezas, difícilmente puede con todo su “progreso” ser un anuncio de liberación para el hombre. Nos encontramos más y más oprimidos por el engaño en que vivimos, por la frialdad y el despotismo de los que consiguen subir. No son los pecados de la humanidad los que nos hunden y hacen la vida mortecina y tediosa. Es la incapacidad para readmitir a los que fallan, a los que se quedan descolgados, a los que son sorprendidos en desgracia, esa incapacidad para seguir sintiendo como propio a todo ser humano, esa falta de humanidad e intolerancia es lo que en definitiva nos ha hecho ver a todos como rivales, enemigos, y desde luego nunca como hermanos con un destino común.
Y a pesar de todo no hay mayor dignidad que la de saber pedir perdón y saber perdonar. Ahí es donde el hombre se vuelve más hombre. De ahí que la fiesta mayor debiera ser, en efecto, para el hijo que vuelve arrepentido, con toda la necesidad de ser acogido aunque sea en la escala más inferior de la consideración paterna. El que reconoce desde el corazón su pecado no vuelve con el deseo de superar a los demás y que sus fallos sean disimulados. Pero el Padre que sale a su encuentro con los brazos abiertos todos los días, ese sí sabe hacer la mayor fiesta para quien más necesita del amor y para quien en el fondo ama más porque ya no tiene nada de sí que salvar.
¿Existe todavía alguien que no necesite del perdón? ¿Es que ya nadie falla? ¿O es que hemos logrado disimularlo mejor que nunca? Yo me atrevería a pedir perdón desde aquí por muchas cosas y a perdonar a quien más lo necesite, porque a todos nos está haciendo mucha falta poder volver a la casa de todos y hacer una auténtica fiesta de reconciliación. Ojalá todos juntos, después de perdonar y pedir perdón podamos decir con la boca grande: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Román Martínez Velázquez de Castro

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