domingo, 11 de abril de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Pascua 2º

Domingo 2º de Pascua
Para creer…, signos nuevos
La muerte de Jesús produjo una auténtica convulsión entre judíos y romanos. Las cosas no pudieron seguir como hasta entonces. Una muerte así dejó marcada definitivamente no sólo la historia de Israel, sino también la de la humanidad. Pero no habría bastado la muerte, fue su resurrección lo radicalmente nuevo. El gran escándalo para los judíos es que Jesús hablara de destruir el templo y reconstruirlo en tres días, que se presentara como el Hijo de Dios, el Rey de un nuevo Reino.
Empezó muy mal, la verdad, empezó como quien es dominado y abatido, pero así es como tenía que empezar algo tan radicalmente nuevo. Lo que nunca fue doblegado ni abatido fue su amor a la verdad que viene de lo alto, su decisión inapelable de ir hasta el final en la misión que le había sido encomendada. Y esto lo hizo no como quien está siendo doblegado, sino dando muestras de la libertad más genuina. Esa libertad en medio de la persecución y la muerte es el presagio de la mayor de las libertades, de la definitiva liberación que viene de Dios. Por él hemos sido definitivamente liberados de la muerte.
Esa afirmación de la capacidad redentora de Jesús la hacemos fácilmente todos los cristianos, como aceptación de un principio doctrinal fundamental de nuestra fe. Sin embargo tal vez no sea todavía suficientemente el principio que sostiene nuestra vida práctica de todos los días. Recogiendo el anuncio firme y contundente de Pedro acerca de la resurrección de Jesús, como el núcleo central de la evangelización, hemos seguido anunciando la resurrección de Jesús a lo largo de los siglos en la predicación de la Iglesia. Pero algo nos pasa, es como si nos faltara fuerza o credibilidad en lo que predicamos. El gran signo, el signo de Jonás, ha perdido su eficacia en muchos casos. Es como si el paso de los siglos hubiera restado credibilidad a la resurrección.
Aquellos testigos inmediatos de lo que había sucedido ya no están con nosotros. Tal vez nos falten hoy testigos capaces de creer sin haber visto. No debe extrañarnos que muchos teman sumarse al grupo de los que creen. Es arriesgado a todos los niveles. Pero sí debe extrañar profundamente que a los que dicen creer les cueste tanto abrirse a otra vida, otros resultados, otros compromisos que no sean los de moda, los que imponen nuestros cinco sentidos materiales.
Al presentarse a los discípulos después de la resurrección, Jesús los envía con la misma carga, medios y dificultades que él había tenido. Nos da como garantía de todo la paz, nos entrega el mismo Espíritu Santo. Con un solo fin: perdonar, reconciliar, reunir en la comunión a todos. Él no había venido por otra razón. Si queremos más, nos ofrece poner las manos en sus llagas, en sus manos y costado. Las señales de la muerte no dejan de ser un buen signo. Pero proclama dichosos a los crean, a los que se fíen, a los que lo entreguen todo por puro amor, sin haber visto. Es el amor la verdadera señal, el amor que le llevó a la muerte con un hilo de vida tan seguro que no podía sino desembocar de nuevo en la Vida resucitada, transformada.
Por eso se adherían al grupo siempre nuevos creyentes. El Resucitado seguía presente entre ellos, dando las mismas señales del amor, las señales del Espíritu. Si los que pasan necesidad se sienten atendidos, la resurrección es un hecho que va más allá de la historia y de unos momentos de desgracia. Hemos sido enviados para reconciliar sin otro instrumento que el amor que se nos ha dado en la cruz, con la presencia del Resucitado en medio de nuestro mundo de muerte y con el mismo y único amor verdadero del Padre.
Si nos falta la fe en la resurrección, en ese amor que traspasa cualquier límite, nos falta todo. Inmediatamente nos convertimos en meros funcionarios de la religión, administradores de ritos, sedientos de seguridad y poder, aunque vayamos a buscarlo en “el cielo”. Ese es el verdadero espiritualismo, es un pietismo falto de toda vida que nos hace someternos al poder de unos cuantos que dicen ser los representantes del cielo. Pero el cristianismo no es eso. Es la religión de los libres, de los que esperan confiados en el poder del amor y de la Vida. Es la religión de quienes se reconcilian día a día en el único que puede reconciliarnos y unirnos en un solo pueblo.
Sí, podemos todavía hoy dar signos nuevos, vivir del único signo que permite a todos seguir creyendo en el Amor, en la vida, en la Resurrección de Cristo y de todos nosotros. Basta amar de verdad, sin engaños, basta dejar de mirarnos a nosotros mismos.
Román Martínez Velázquez de Castro

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