domingo, 4 de abril de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Pascua 1º

Domingo 1º de Pascua
Hasta la muerte tiene su final
Nos cuesta infinitamente perder la libertad,  perder la propia dignidad, sentirnos marginados, perder cualquiera de nuestros derechos. Desplegamos la mejor de las fantasías para hacernos un sitio y asegurarnos el respeto de los demás. Pero con la vida vamos más allá, lo que de ningún modo toleraría alguien cuerdo es el ataque a la vida misma. La vida la experimentamos como algo anterior y superior al derecho, es su justificación misma. En ella se sostiene y encuentra sentido la persona y la sociedad. En torno a la vida y a una aceptable calidad de la misma giran todos nuestros afanes y los mejores esfuerzos. Cualquier proyecto tiene como motor el instinto de la vida.
Cuando de hecho vemos que la vida se acaba, cuando la muerte se acerca, el instinto se dispara buscando algún resorte oculto que pudiera ganarle terreno o hasta eliminarla. Pero la verdad es que teniéndolas tan cerca a la vida y a la muerte, no las conocemos.  Por eso que tampoco sabemos qué hacer con la muerte, porque ni sabemos qué hacer con la vida. Intentamos olvidadar la muerte o esconderla, o simplemente huimos hacia delante llenando de fantasías, de actividad desbordante, de placeres de todo tipo, un vacío que de ninguna manera puede llenarse por semejantes caminos.
La tentación de disimular la muerte con el poder, con el bienestar, con la riqueza, con el prestigio, nunca pasa de ser eso: una tentación sin realidad alguna. No se puede eliminar la muerte, en todo caso hay que traspasar la barrera que la misma representa. Hay que abrazarla con realismo hasta lograr envolverla con los valores de la vida misma. Y sólo quien está más allá de la muerte, quien viene de otros confines, quien logra establecerse tras los límites de la muerte, puede con éxito envolverla y superarla. Hace falta saber vivir la vida auténticamente para poder vivir la muerte y saber morir para emprender el verdadero sendero de la vida. Lo hace quien traspasa los límites materiales de la vida y tiene la osadía de dejarse engendrar por el Espíritu. Lo que nace de la carne es carne y por tanto muerte, lo que nace del Espíritu es espíritu y da vida.
Tenemos muy cerca la Primicia de la Vida (con mayúscula), de esa vida que es espíritu capaz de vencer la muerte, pero nos cuesta abrirnos a ella, reconocerla, hacerla nuestra, seguir su rastro. Sólo el Espíritu de Dios, el Espíritu del Amor, el Espíritu que Jesús nos entregó en la máxima prueba del amor, desde la cruz, sólo él puede darnos vida y devolver la salud a esta carne caduca y mortal que con tanto esmero cuidamos. El amor del Padre, llevado al extremo de la entrega y la pérdida de lo más propio, es la única fuente desbordante de vida y de eternidad. Sólo un Amor así explica la muerte y la supera hasta el punto de inundar con su luz unos ojos demasiado acostumbrados a la oscuridad, la desesperanza y la muerte.
El amor de aquellos testigos privilegiados de la resurrección de Jesús, fue el que les permitió entender más allá de la muerte, recuperar un lenguaje de vida, y, en su momento, poder abrazar también la propia muerte como todo un presagio de multiplicación de la vida. En aquella tumba de Jesús no quedó más que el vacío que la muerte misma deja. La vida salió de ella como un enorme fuego capaz de alentar, de fortalecer y de multiplicar las semillas que con tanto amor Jesús había plantado y cultivado en su paso entre nosotros.
No, no pasará de moda, su fuerza no acabará. Ni la persecución, ni el intento de arrinconarlo y aislarlo, ni el vacío de toda una cultura, ni la contundencia de la muerte podrán eliminar del corazón de la humanidad esa llama de vida, la llama de un espíritu eterno como el de Jesús. Año tras año la celebración de la Pascua, del paso liberador de Dios entre los hombres, vuelve a encender la esperanza. Su muerte está colmada de sentido, no habla más que de cercanía, de un amor extremo, es una muerte que desborda vida. En él también la muerte tiene su final.
Sólo nos hace falta volver a nacer, dejarnos llenar de su Espíritu, llenarnos del amor más grande, de ese amor que lo entrega todo, que no busca los primeros puestos, que sirve a todos, que no teme entregar la vida. En Él está nuestro verdadero paraíso, Él es nuestro mejor premio, Él hace fecunda y viva esta carne nuestra corrompida y avocada a la muerte por el egoísmo y el orgullo. La esperanza vuelve con Él como una realidad de vida en el presente y un futuro de fidelidad en lo eterno. Nunca más quedaremos aislados por la muerte. ¿Quién podrá acabar con la vida?
Román Martínez Velázquez de Castro

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