domingo, 18 de abril de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Pascua 3º

Domingo 3º de Pascua
¿Quién gobierna la Iglesia?

En la literatura cristiana la Iglesia ha sido comparada en múltiples ocasiones con una nave. Era una figura que gustaba en particular a los Padres de la Iglesia. Es una nave ésta que navega, no sin dificultades, en los mares de la humanidad y de su historia, y necesita ser continuamente bien orientada o gobernada, con el fin de desarrollar adecuadamente su misión entre los hombres. Por su parte la palabra ‘gobierno’ etimológicamente hace referencia directa a la conducción de la nave. El que gobierna es el que está encargado de orientarla, conducirla, llevarla a buen puerto. Pero ni orientar, ni conducir, ni dirigir, ni otros términos similares referidos a la tarea de gobierno de una nave, son términos que en sí deban ser traducidos por esos otros que conllevan una dosis de personalismo nada útil, ni deseable, ni adecuado para una tarea semejante en la Iglesia. Gobernar la Iglesia no es sinónimo de mandar sobre ella, de decidir sobre su ser y su misión. Menos aún, nunca pueda transformarse ese gobierno en un usufructo personal, caprichoso, orientado a la autoafirmación de la Iglesia misma o de quienes la gobiernan.
Junto a esa figura de quien gobierna la nave de la Iglesia, está esa otra tan personal y entrañable como es la del pastoreo de una grey, de un rebaño. Aunque ésta también pudiera tener traducciones inconvenientes, es de un riquísimo valor. Se pone aún más de relieve el valor de la figura del pastor o encargado de guardar y alimentar el rebaño, en la escena en la que el Evangelio de Juan describe el encargo dado por Jesús a Pedro.
Ante todo conviene tener presente que se trata de un momento de comunión profunda de los discípulos, de la Iglesia naciente con Jesús. Éstos, cansados de no haber pescado nada en toda la noche, descubren la presencia del Señor en ese marco fraterno de una comida en la que Jesús les ofrece de nuevo el pan y el pescado. Es Jesús el protagonista indudable, aunque Pedro fuera quien tomara la iniciativa de ir a pescar o, en su momento, de echarse al agua para ir al encuentro de Jesús, no conviene olvidar que se trata de una acción de todos, en comunión, y que es otro discípulo –el que Jesús tanto quería- quien reconoció al ‘Señor’. Jesús mismo concluiría el episodio recordando a Pedro el respeto que debiera tener a la iniciativa de Dios con ese discípulo amado y su peculiar carisma.
En ese marco de la cena y de la comunión, sí que pone de relieve el evangelista el papel de Pedro junto a los discípulos. La triple pregunta de Jesús a Pedro -¿me amas más que éstos?, ¿me amas?, ¿me quieres?-, aparte de requerir una triple confesión de Pedro, en alusión a su triple negación, contiene un gradiente en el amor como condición exclusiva para poder realizar la tarea que le va a ser encomendada. Pedro va a ser el encargado de sostener y confirmar a sus hermanos, “mis corderos”, “mis ovejas”, a aquellos que sólo son propiedad de Jesús. No se entrega una propiedad en este caso, se encarga una misión. El gobierno es una encomienda avalada por el amor de Jesús para con los suyos y de quien va a gobernar hacia Jesús. Ese amor es el ágape, es la comunión, es el estar fuera de uno mismo en la Comunión Trinitaria divina y con los hermanos. Y al mismo tiempo es un amor-“fílía”, amor de amigos, amor entreñable, amor personal, casi una empatía con Jesús. Sólo el amor, la comunión, esa “filía”, “autoriza”, confiere autoridad a Pedro, una autoridad que es para apacentar el rebaño de Jesús, para gobernar una nave que debe ser liberada de todas las tempestades y peligros que entraña la historia humana.
Y como siempre el destino y la prueba de ese amor es la muerte de quien apacienta o gobierna, para la sola gloria de Dios, para la afirmación definitiva de su Verdad, de esa verdad que hace libres, que vincula a todos en “un mismo pensar y un mismo sentir” –que diría Pablo-, en la caridad de Dios.
Por todo eso, los Apóstoles son bien conscientes que sólo deben obediencia a Dios, antes que a los hombres, antes que a ese poder “religioso” constituido por los hombres y no por Dios. Sólo deben obediencia los Apóstoles al Dios que resucitó a Jesús, el único “jefe y salvador”, “para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados”. Los Apóstoles son testigos de eso y testigos del Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen. La comunión de los discípulos con Jesús, el único Señor; Pedro en esa comunión y cercanía con Jesús, en el máximo testimonio del amor: sólo esas dos realidades humanas y divinas al mismo tiempo están en condiciones de apacentar y gobernar un rebaño tan digno y bien pagado como el de una Iglesia reunida desde todos los confines y culturas por Jesús.
Román Martínez Velázquez de Castro

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