sábado, 27 de marzo de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Domingo de Ramos

Domingo de Ramos
¿Un optimismo ingenuo?
El escaparate cristiano parece estar más bien cargado de tintes pesimistas, o realistas tal vez –dirían algunos-. La semana religiosa por antonomasia en Andalucía hace gala de las mejores interpretaciones artísticas del dolor, de la pasión y de la muerte. De mil modos el arte ha tratado de  dejar bien patente a lo largo de los siglos la crudeza y el realismo de la Pasión y Muerte de Jesucristo. Creyentes y otros no tan creyentes sienten una profunda emoción, difícil de definir, ante esos pasos que tan logradamente visualizan, hasta hacer casi real, el dolor de Jesús y de su Madre María. Difícilmente se podría recelar o llegar a dudar de la verdad de esos sentimientos, por ejemplo, ante uno de esos costaleros que sufren con orgullo bajo el peso de “su” Cristo o “su” Virgen. Esa pasión “religiosa” es un hecho indudable, real, o tal vez intenso, como nada. ¿Se puede dudar de los sentimientos de una persona? ¿O tal vez decir que son banales o de poca trascendencia? Pero lo cierto es que los sentimientos solos no hacen real la vida.
La resurrección, por su parte, no parece tan palpable ni tan creíble, tal vez podríamos decir que resulta menos racional, menos sentida, y hasta menos real para muchos. ¿Será por eso que la imaginería o la pintura no se han detenido en ella con el mismo grado de entrega o de pasión? ¿Pero acaso es más racional el dolor que la alegría o la esperanza puestas en un mundo nuevo transformado por el amor? ¿Es más real el fracaso y la angustia que todo ese amor que pervive y sobrevive a la muerte, en cada pequeño gesto, en cada pequeña renuncia, en cada silencio absurdo y hasta en la muerte misma?
No sabríamos decidir bien qué pesa más en esos relatos de pasión que cada año dramatizamos en la calle, si el pesimismo y una cierta negatividad, o la esperanza y un optimismo sereno. Lo cierto es que el dolor y la sensación de fracaso perduran a lo largo de todo el año. Éste se ve y lo medios de comunicación se encargan de hacerlo patente en el día a día. En cambio la esperanza, la alegría fundada, el optimismo pasan por ser utópicos y poco reales. Casi no hay sitio para ellos.
La Semana Santa se inaugura con un gesto que tal vez nos diga mucho al respecto. Se trata de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Los más humildes exultan de alegría y lo aclaman Rey. Ha llegado “la hora”. Jesús decide entrar en Jerusalén, sospechando que está cerca su final. Y paradójicamente lo aclaman quienes poco más adelante se avergonzarían de él, o tal vez simplemente tratarían de salvar el pellejo. En Jesús sin embargo se combinan muy bien el realismo del dolor y la angustia, con el realismo del amor que desemboca en la victoria sobre la muerte. Cada gesto de dolor en él es un gesto de vida y una promesa de esperanza, no hay pesimismo en su pasión, ni un solo atisbo de negatividad. El Amor del Padre y una adhesión inquebrantable de Jesús a los designios del amor, parecen traspasar esos momentos sutilmente hasta hacer de ellos el instrumento de la salvación, de la liberación, de la auténtica vida. Podríamos decir que en adelante no se puede hablar de muerte sin cielo, ni de cielo sin muerte.
Quienes se dejan a un lado ese cielo o esa muerte, en definitiva, el amor palpable y fiel hasta lo eterno, son quienes caen en la utopía o tiñen para siempre su vida de ese pesimismo insoportable, propio de un falso realismo. El optimismo de quienes contemplan el cuerpo de Jesús clavado en la cruz, no tiene nada de ingenuo, y, si se me apura, es tan ingenuo o humilde en este caso como el del buen ladrón que acaba de descubrir junto a sí en otra cruz un cielo nuevo para su existencia.
¡Benditas voces ingenuas que aclamaban a Jesús Rey en su bajada a Jerusalén! ¡Bendito realismo el de Jesús que, consciente de la inconsistencia de tales aclamaciones, no duda un momento en dirigir sus pasos hasta esa Jerusalén que sería el anticipo de la gran Jerusalén! Si nosotros no lo aclamamos, hasta las piedras lo aclamarán.
La suya es una presencia que fortalece y conforta, tal vez porque “no ocultó el rostro a insultos y salivazos”, porque se abajó y tomó la condición de esclavo, en vez buscar primeros puestos o hacer valer su poder. Su realeza convence, pero nunca se impone. Lo da todo, su túnica la echan a suertes, es un rey poco vistoso, nada sensacionalista. Por eso resulta ser un gratísimo consuelo para los sencillos que, como él, saben leer e interpretar ese inefable lenguaje del Amor expresado con ingenuidad y con realismo, con la fidelidad y radicalidad que catalizan los sentimientos y dan realismo a la esperanza.
Román Martínez Velázquez de Castro

domingo, 21 de marzo de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 5º

Domingo 5º de Cuaresma
La justicia que viene de Dios
Es la suya una justicia poco habitual entre nosotros, estamos más acostumbrados a otra justicia. Nuestros juicios y argumentos condenatorios siempre giran en torno a la ley, como si fuera el único instrumento, meticulosamente elaborado, que nos sirve para depurar la vida humana, las relaciones sociales y ponernos a salvo del mal. La ley pasa por ser de modo extraño el código moral de nuestra sociedad contemporánea. Confieso que resulta muy tentadora la ley, quien la tiene de la mano cree poder sentirse seguro. La seguridad que los demás no nos dan nos la da un buen código de preceptos que aquilatan la verdad y regulan la vida humana.
Y lógicamente quien no pide más que eso, la seguridad de un marco legal bien definido, se queda con una verdad bastante aleatoria, con una consistencia en sí mismo bastante reducida, y por supuesto con muy pocas posibilidades de relación y enriquecimiento a partir de los valores de cada persona. Un marco legal bien compuesto es más que necesario, pero no basta, jamás podrá definir lo que es un ser humano frente al otro, junto a otro de su misma carne y su misma sangre. Podrá evitar algunos males, contener la violencia y disminuir los atentados contra la dignidad de la persona. Pero lo que no puede es aportar la riqueza y la plenitud que sólo el amor puede dar.
No se contraponen en absoluto nuestra ley y nuestra justicia con la justicia que viene de Dios. Pero lo cierto es que sólo un amor tan limpio y desinteresado, un amor tan llevado hasta el extremo como el de Dios es el que puede aliviar un sinfín de cargas que nos aplastan, traernos el oxígeno que necesitan nuestros pulmones, devolverle al hombre su dignidad con sus infinitas posibilidades. Sólo un amor así puede situarnos junto al otro más que frente al otro. El amor de Dios logra frenar el mal, sí, y nos libra también de mil peligros de ruptura interna y externa. Ese amor en el que fuimos creados es nuestra misma esencia, nuestra aspiración más profunda y el océano en el que podemos nadar y movernos a nuestro aire.
La mujer sorprendida en adulterio, que la ley mosaica manda lapidar y destruir, se encuentra en Jesús con otra LEY, otra justicia que viene del cielo, que es ella misma el cielo que nos acoge y protege, y que nos permite caminar en libertad. Esa justicia es misericordia y perdón, es acogida, es encuentro y comunión. Queda muy lejos de la otra ley.
Daríamos cualquier cosa por encontrarnos en el lugar de esa mujer –decimos en nuestro interior-, pero nos falta tal vez estimar una pérdida y basura, como diría Pablo, todo lo que no viene de Cristo. Sólo quien se siente perdido en este mundo, perseguido por quién sabe que justicia, puede llegar a necesitar de esta otra justicia. Quizás todavía prefiramos valernos por nosotros mismos, valernos de nuestros aparentes recursos, valernos hasta de nuestra mentira para burlar la ley y sacar a flote nuestra vida (no se sabe qué vida). No es que sólo puedan recurrir a Dios los que tienen la fe del carbonero, los que consideran todo perdido, los que se sienten inútiles e incapaces para resolver su vida. Es algo distinto. Recurre a Dios y goza de esa formidable acogida quien no se siente autosuficiente, quien es consciente de sus límites, quien se sabe Hijo de tan buen Padre, quien sabe que darse un baño en su amor trae la verdadera felicidad y la recomposición de todos esos valores perdidos.
La justicia de Dios no condena al humilde y al perseguido, a pesar de su mal. Su justicia redime, nos saca del abismo de la soledad y la desconfianza, y del abismo del pecado mismo, causa de todos los males. Estimar basura lo que no viene de Cristo, lejos de suponer un fundamentalismo o espiritualismo fanático del creyente en Dios, habla de una comprensión nueva y original de la vida. Quien cree en Dios y deposita en él su confianza es porque ha logrado comprenderse a sí mismo y el universo que habitamos como nacido de Dios e invadido por su amor en lo más profundo del ser. Y comprende que perder de vista ese horizonte y esa LEY, es perder la propia vida y las mejores capacidades con las que hemos sido revestidos por la creación. Perder a Dios, abandonarnos en un código elaborado por nosotros mismos para defender lo propio y defendernos del hermano, es haber perdido la verdadera moral, la inspiración misma de la conducta humana, que radica siempre en un amor capaz de estrechar lazos, de sostenerse más allá de cualquier pérdida, de dar vida e incorporar a la vida a quien por sí mismo o por culpa de otros, se ve condenado en su existencia al abandono, a la persecución y hasta la muerte. Sí, en el fondo, y quizás a gritos, aunque apagados por otros muchos gritos estamos todos muy necesitados de esa otra Justicia que humaniza y libera: la Justicia de Dios.
Román Martínez Velázquez de Castro

domingo, 14 de marzo de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 4º

Domingo 4º de Cuaresma
La dignidad de los que saben pedir perdón

Siempre hablamos de saber perdonar, es lo que más dice de una persona. Hasta tal punto que casi parece una utopía y en todo caso algo que nunca se podría exigir a nadie, porque no es de ley. Saber perdonar es algo que pertenece al altruismo, o a clases que prácticamente han renunciado a las leyes competitivas que rigen habitualmente la convivencia humana. Pareciera más propio de quienes se han entregado a la religión, decepcionados ya por lo que el mundo no ha logrado darles. Y sin embargo sigue siendo lo más admirado en lo profundo del corazón, aunque sea siempre lo que más cuesta.
Pero tal vez habría que ir más allá. Si pensamos así del saber perdonar, ¿qué pensar de la capacidad para pedir perdón? Es otro gesto que más que en el altruismo puede que nos haga pensar en la humillación y hasta la negación de la dignidad personal. Reconocer los propios fallos hoy equivale al final de la carrera. En una sociedad competitiva hay que estar arriba siempre, o al menos intentar parecerlo. Pedir perdón y perdonar no está ya casi a nuestro alcance. Hemos sido entrenados para algo bien distinto. Más que una virtud, se valora como un signo de debilidad lo uno y lo otro. Las capacidades del individuo en nuestro mercado social quedarían muy disminuidas y hasta anuladas. Y no digamos nada de las capacidades de un colectivo social o incluso de un país. No se puede perder el prestigio si se quiere seguir ascendiendo en la valoración social o internacional.
Y a pesar de todo sigue siendo un profundo reto el que unas víctimas de la injusticia, de la marginación o hasta del terrorismo, nos digan en los medios de comunicación que perdonan a sus verdugos. Es algo que habla de la altísima dignidad del ser humano.
Sin embargo, quizás no quede tan bien parado el que en determinado momento reconoce su fallo y pide perdón privada o hasta públicamente. Estamos tan deseosos de imponernos, que nos lo pone servido quien así se humilla. La sociedad no tiene recursos para readmitir y devolverle su sitio a quien lo ha hecho mal. Si no nos ensañamos con él, cuando menos lo apartamos y marginamos. Al fin y al cabo, si reconoce su culpa no puede seguir dañando, pero tampoco le podemos permitir que pueda seguir considerado a la misma altura de quienes aparentamos estar en la cota máxima de lo popular y lo valorado por todos. Si somos medidos por la productividad, por el poder, por el prestigio, difícilmente tendrá sitio quien, por el motivo que sea, se ha quebrado y ha sido descubierto en fallo.
A pesar de todo, lo cierto es que con esa actitud hipócrita estamos sentenciándonos a nosotros mismos y firmando nuestra propia condena. Una sociedad cargada de debilidades, que debe vivir siempre escondiendo sus fracasos y torpezas, difícilmente puede con todo su “progreso” ser un anuncio de liberación para el hombre. Nos encontramos más y más oprimidos por el engaño en que vivimos, por la frialdad y el despotismo de los que consiguen subir. No son los pecados de la humanidad los que nos hunden y hacen la vida mortecina y tediosa. Es la incapacidad para readmitir a los que fallan, a los que se quedan descolgados, a los que son sorprendidos en desgracia, esa incapacidad para seguir sintiendo como propio a todo ser humano, esa falta de humanidad e intolerancia es lo que en definitiva nos ha hecho ver a todos como rivales, enemigos, y desde luego nunca como hermanos con un destino común.
Y a pesar de todo no hay mayor dignidad que la de saber pedir perdón y saber perdonar. Ahí es donde el hombre se vuelve más hombre. De ahí que la fiesta mayor debiera ser, en efecto, para el hijo que vuelve arrepentido, con toda la necesidad de ser acogido aunque sea en la escala más inferior de la consideración paterna. El que reconoce desde el corazón su pecado no vuelve con el deseo de superar a los demás y que sus fallos sean disimulados. Pero el Padre que sale a su encuentro con los brazos abiertos todos los días, ese sí sabe hacer la mayor fiesta para quien más necesita del amor y para quien en el fondo ama más porque ya no tiene nada de sí que salvar.
¿Existe todavía alguien que no necesite del perdón? ¿Es que ya nadie falla? ¿O es que hemos logrado disimularlo mejor que nunca? Yo me atrevería a pedir perdón desde aquí por muchas cosas y a perdonar a quien más lo necesite, porque a todos nos está haciendo mucha falta poder volver a la casa de todos y hacer una auténtica fiesta de reconciliación. Ojalá todos juntos, después de perdonar y pedir perdón podamos decir con la boca grande: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Román Martínez Velázquez de Castro

domingo, 7 de marzo de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 3º

Domingo 3º de Cuaresma
Dios está. ¿Dónde estamos nosotros?
Cansados tal vez, y bastante decepcionados de muchas cosas, puede que con un profundo dolor en el alma, o hasta indignados por la inseguridad en que nos vemos obligados a vivir, es muy probable que esa sea la situación en que nos encontremos muchos de nosotros. El dolor siempre se agrava cuando lo más humano se pierde, cuando la gratuidad del amor se trueca en odio y venganza, cuando nos vemos casi irremisiblemente avocados a una vida que sólo se alimenta –si se puede decir así- de amenazas, recelos, miedo, violencia, aislamiento, y hasta la muerte probada en la propia carne o en la de seres muy cercanos a nosotros.
En estos días seguramente habremos vuelto a condenar desde lo más profundo el comportamiento de quienes se olvidan de la persona y centran sus intereses en objetivos que, antes que favorecer a nadie, distorsionan la vida y la quiebran. Sentimos indignación y una rabia interna contra los que causan este desarreglo humano y tal vez contra los que no logran frenar los desmanes contra la humanidad, o hasta los favorecen directa o indirectamente. No podemos adaptarnos ni resignarnos a aceptar lo que nos está ocurriendo. Nuestro futuro inmediato y no tan inmediato,  está marcado por las experiencias  vividas, por una cultura tan inestable como la que entre todos estamos oficializando y consagrando, en aras de la libertad y el progresismo.
Sabemos lo que queremos, queremos paz, queremos libertad, queremos respeto profundo a la vida, a la dignidad del ser humano y a sus opciones más legítimas. Esta situación nuestra de hoy es real y la perplejidad en que nos vemos sumidos está totalmente justificada. Pero, junto a nuestra denuncia, todos estamos esperando ver señales nuevas y esperanzadas que permitan mirar a nuestro presente y futuro con confianza. Esa confianza, el sueño de todos sólo puede hacerlo realidad la suma de muchos gestos y actitudes renovadas por parte de cada individuo, cada organismo, cada cultura, cada pueblo, cada país. Sin una renovación radical no hay vida. Y ello exige de todos una auténtica conversión. No nos valen en estos momentos mensajes catastrofistas que no hacen sino darnos un empujón para caer un poco más profundo en la fosa del pasotismo y la inactividad. Tampoco nos valen mensajes que hacen crecer la desconfianza y hasta el enfrentamiento entre regiones, culturas o incluso religiones. No nos vale seguir descargando una ira, poco acorde con nuestra vocación humana, en unos cuantos a los que hacemos culpables de todo. Ni siquiera podría confortarnos una simple confirmación o cambio de aquellos que están llamados desde la política a armonizar y sostener un verdadero equilibrio social.
Cada persona, cada grupo, cada sector social debe revisarse y realizar una sincera conversión. El evangelio de Lucas, en el corazón de la cuaresma, nos recuerda sin fatalismo alguno: «Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». La advertencia contiene una sabiduría inmensa y arroja una gran luz para el momento presente. Dios es “paciente”, sabe esperar y sufrir junto al que sufre la falta de vida y de frutos de auténtica humanidad. Y no por eso deja de recordarnos dónde está la base de un presente y futuro abordados desde la confianza y la estabilidad, desde la vida y la libertad: sólo la conversión es garantía de vida.
Y… ¿convertirnos de qué o a qué? Un mundo inspirado en el materialismo, en la comodidad, en el poder, en la influencia social desprovista de valores y orden moral, jamás podrá producir una vida digna de ser apreciada o sostenida por quienes nos sentimos faltos de la comprensión, del apoyo, de la solidaridad y la caridad de todos. Una sociedad y un mundo que se vuelve sobre sí mismo, y trata de justificarse con razones de progreso, olvidando al hermano como pieza central de la vida y a Dios que la envuelve y la sostiene, nunca podrá ser ése un mundo de esperanza, capaz de hacer nacer una vida nueva cuajada de esos dones que todos deseamos desde lo profundo del corazón.
Necesitamos reordenar nuestra moral sobre una escala de valores nueva: la vida, el amor, la gratuidad, la fidelidad, la libertad, la justicia, la paz… Son esos los valores que con un corazón nuevo deben instalarse en nuestros ambientes y hacer cultura. Nuestro mundo sí tiene valores que defender y personas que en determinados momentos saben encarnarlos con disponibilidad y entrega. Lo que nos falta es transportar a la vida ordinaria de cada uno y a la vida política y social esas inquietudes y esa vocación profunda que todos llevamos, subordinando cualquier otro deseo o aspiración. Dios está ahí y también nosotros. Él y muchos a nuestro alrededor están esperando ver los frutos abundantes que un árbol, con raíces humanas y divinas, está llamado a dar. Lo necesitamos y con urgencia.
Román Martínez Velázquez de Castro