domingo, 25 de abril de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Pascua 4º

Domingo 4º de Pascua
Pastor de muchos o de pocos, pero Pastor para todos
 
Seamos pocos o muchos, cristianos viejos o recién llegados, religiosos de siempre o con una confianza en Jesús y su Evangelio apenas esbozada, lo cierto es que quienes lo han conocido, quienes han tenido oídos capaces de escuchar de sus labios lo nuevo, esos difícilmente podrán abandonar a quien con plena autoridad se proclama camino, verdad y vida.
Lo es a pesar de todos y de todo, con todo derecho se ha convertido en pastor, siervo y amigo, de muchos o de pocos -¡qué importa!-. Lo es a pesar de la incomodidad que crea en quienes alardean de sensatez y moderación, de modernidad y progreso, de igualdad y respeto, pero con ese pretexto olvidan de hecho a las personas. Lo es aunque haya quienes traten de apartar a Dios de la sociedad y la cultura, en aras del respeto a la pluralidad, a una sociedad que se dice abierta, aunque cada día se fracciona más y se repliega sobre sí misma. A pesar de esos y a pesar de las no pocas infidelidades de quienes decimos seguirlo, él sigue siendo pastor y maestro, una luz en este difícil camino cargado de relatividades, de penosos silencios y también de palabras y discursos que desorientan y confunden.
No, este discurso no lo podrán entender quienes se sienten seguros de sí mismos, o más bien poseídos de sí y de los demás, constructores de ideologías, creadores de una extraña ética capaz de justificar las acciones y decisiones, por el mero hecho de haber sido consensuada junto a otros cuantos que quieren asegurarse a sí mismos por encima de cualquier cosa o persona.
No, este es un discurso para los que mantienen un espíritu ágil y libre, para los que se saben de la tierra, para los humildes que todavía necesitan de los demás, para los que no tienen inconveniente en descubrirse perdidos, para los que se saben enfermos con necesidad de médico y necesidad de cura.
Nuestra cultura ha hecho personas autosuficientes, ha creado líderes poderosos, ha establecido el bienestar y el progreso, pero ha arrinconado a muchos y los he desheredado. Diría incluso que esta sociedad se ha arrinconado a sí misma a base de creerse autosuficiente y autónoma, se ha perdido a sí misma y ha perdido el norte y la razón de su existencia. Eso es lo que paradójicamente la vuelve débil e indigente.
Hace falta osadía en este tiempo para salirse de esa carrera del orgullo y la prepotencia, para descubrirse necesitados de una Verdad mayúscula que aproxime y una lo que tantas verdades han roto y deshecho. No queremos más libertades, necesitamos La Libertad, esa que nos hace posible estar codo con codo al lado de los demás. No necesitamos más líderes, no podemos seguir matando a un líder para imponer al siguiente. No necesitamos tantos discursos y promesas. Necesitamos, eso sí, y mucho, trabajadores que con decisión lo entreguen todo, para ir poniendo la raíces de una humanidad renovada.
Necesitamos en la casa y en la calle, en el diálogo íntimo y en el quehacer público, en el ámbito del trabajo y de la cultura, del ocio y del descanso, de la economía, de la política, de la religión, en el ámbito de las artes, de los medios de comunicación, necesitamos del único que aún puede llamarse con razón Pastor de todos.
Pero esa voz suya es cercana y debemos hacerla cercana también nosotros, los que con su palabra nos hemos sentido liberados y consolados, fortalecidos y animados. Hay demasiados asalariados que sólo buscan su interés y se olvidan de las ovejas cuando vienen tiempos difíciles. Hacen falta, necesitamos pastores, sacerdotes, educadores, asistentes que sepan estar cerca de quien lo necesita en todo momento.
No podemos seguir viviendo de una fe reducida a un conjunto de verdades que nos aseguran contra el mal y contra posibles errores. Nos está haciendo falta “ver”: vernos una familia, hacer de la casa un hogar en el que se descansa y se crece junto a los demás; vernos y sentirnos efectivamente un pueblo de personas solidarias y bien trabadas más por el amor que por un salario; ver una Iglesia, de pocos o de muchos, en la que uno encuentra también alivio y descanso; necesitamos ver pastores nuevos, ver consagrados y consagradas al servicio de una misma Iglesia, de un mismo cuerpo en el que los miembros más débiles se vuelven los más importantes. Ahí está nuestro sitio para siempre ¿Quién podrá sacarnos de ese rebaño o arrebatarnos de la mano de este Pastor?
Román Martínez Velázquez de Castro

BENDICIÓN DE ESCULTURA EN BRONCE EN LA PARROQUIA S. JUAN Mª VIANNEY

El sábado 24 de Abril, a las 7 de la tarde, un buen número de fieles del Barrio del Zaidín, junto con el Sr. Arzobispo y otros sacerdotes y fieles de Granada, se congregaron en la Iglesia Parroquial de San Juan María Vianney para la Bendición solemne de la nueva imagen en bronce de su titular y patrón del clero universal, el Santo Cura de Ars.
En el corazón de la comunidad parroquial estaba, desde hacía tiempo, el deseo de tener en un lugar destacado la imagen de aquel párroco que tanta vida diera a Ars, y que sigue siendo para toda la Iglesia un modelo vivo de radicalidad en el encuentro con Dios, y, para los sacerdotes, modelo de pastor abnegado, que puso todas sus capacidades, su tiempo y su vida, para acoger, animar y sostener a quienes Dios le había encomendado. En este Año Sacerdotal, ha sido posible, con la ayuda y el esfuerzo de todos, hacer realidad este deseo.
La escultura, realizada en bronce por el escultor D. Venancio Sánchez, nos muestra a un San Juan María Vianney en el púlpito, lleno de paz y bondad, que con su vida nos invita a mirar más allá de nosotros mismos y descubrir el amor que Dios nos tiene. Como el párroco, D. Román Martínez, destacó en un momento de la Bendición: «Las imágenes tienen su razón de ser, no en sí mismas, sino en cuanto que nos remiten y acercan a esa otra imagen viva que fue la persona que representan. Necesitamos más que nunca modelos concretos, imágenes, paradigmas, personas que orienten en la búsqueda sincera de la verdad y la vida, y que sostengan la esperanza, de la única forma posible, en la aplicación práctica y asequible para todos de los valores evangélicos».
La nueva imagen del Cura de Ars fue bendecida por D. Javier Martínez, quien destacó el acierto de situar la nueva escultura en el atrio del Templo parroquial. Su presencia en dicho lugar es el anuncio de un mensaje evangélico que quiere salir al encuentro del hombre de hoy. El suyo no es un púlpito que encierra, sino al contrario, que se abre y extiende el mensaje a todos. Como subrayó el Sr. Arzobispo, en momentos que no están siendo fáciles para la Iglesia, como los que le tocó vivir a Juan María Vianney a pocos años de la Revolución Francesa, confiamos poder imitar su fortaleza y perseverancia, sostenidos por una fe inquebrantable en Jesucristo, en la Verdad, en el Amor que todo lo vence.
Toda la celebración se desarrolló en un ambiente festivo y participativo, en el que se apreciaba el clima de una Iglesia viva, conmovida por el testimonio de San Juan María Vianney y la actualidad perenne de su mensaje.

domingo, 18 de abril de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Pascua 3º

Domingo 3º de Pascua
¿Quién gobierna la Iglesia?

En la literatura cristiana la Iglesia ha sido comparada en múltiples ocasiones con una nave. Era una figura que gustaba en particular a los Padres de la Iglesia. Es una nave ésta que navega, no sin dificultades, en los mares de la humanidad y de su historia, y necesita ser continuamente bien orientada o gobernada, con el fin de desarrollar adecuadamente su misión entre los hombres. Por su parte la palabra ‘gobierno’ etimológicamente hace referencia directa a la conducción de la nave. El que gobierna es el que está encargado de orientarla, conducirla, llevarla a buen puerto. Pero ni orientar, ni conducir, ni dirigir, ni otros términos similares referidos a la tarea de gobierno de una nave, son términos que en sí deban ser traducidos por esos otros que conllevan una dosis de personalismo nada útil, ni deseable, ni adecuado para una tarea semejante en la Iglesia. Gobernar la Iglesia no es sinónimo de mandar sobre ella, de decidir sobre su ser y su misión. Menos aún, nunca pueda transformarse ese gobierno en un usufructo personal, caprichoso, orientado a la autoafirmación de la Iglesia misma o de quienes la gobiernan.
Junto a esa figura de quien gobierna la nave de la Iglesia, está esa otra tan personal y entrañable como es la del pastoreo de una grey, de un rebaño. Aunque ésta también pudiera tener traducciones inconvenientes, es de un riquísimo valor. Se pone aún más de relieve el valor de la figura del pastor o encargado de guardar y alimentar el rebaño, en la escena en la que el Evangelio de Juan describe el encargo dado por Jesús a Pedro.
Ante todo conviene tener presente que se trata de un momento de comunión profunda de los discípulos, de la Iglesia naciente con Jesús. Éstos, cansados de no haber pescado nada en toda la noche, descubren la presencia del Señor en ese marco fraterno de una comida en la que Jesús les ofrece de nuevo el pan y el pescado. Es Jesús el protagonista indudable, aunque Pedro fuera quien tomara la iniciativa de ir a pescar o, en su momento, de echarse al agua para ir al encuentro de Jesús, no conviene olvidar que se trata de una acción de todos, en comunión, y que es otro discípulo –el que Jesús tanto quería- quien reconoció al ‘Señor’. Jesús mismo concluiría el episodio recordando a Pedro el respeto que debiera tener a la iniciativa de Dios con ese discípulo amado y su peculiar carisma.
En ese marco de la cena y de la comunión, sí que pone de relieve el evangelista el papel de Pedro junto a los discípulos. La triple pregunta de Jesús a Pedro -¿me amas más que éstos?, ¿me amas?, ¿me quieres?-, aparte de requerir una triple confesión de Pedro, en alusión a su triple negación, contiene un gradiente en el amor como condición exclusiva para poder realizar la tarea que le va a ser encomendada. Pedro va a ser el encargado de sostener y confirmar a sus hermanos, “mis corderos”, “mis ovejas”, a aquellos que sólo son propiedad de Jesús. No se entrega una propiedad en este caso, se encarga una misión. El gobierno es una encomienda avalada por el amor de Jesús para con los suyos y de quien va a gobernar hacia Jesús. Ese amor es el ágape, es la comunión, es el estar fuera de uno mismo en la Comunión Trinitaria divina y con los hermanos. Y al mismo tiempo es un amor-“fílía”, amor de amigos, amor entreñable, amor personal, casi una empatía con Jesús. Sólo el amor, la comunión, esa “filía”, “autoriza”, confiere autoridad a Pedro, una autoridad que es para apacentar el rebaño de Jesús, para gobernar una nave que debe ser liberada de todas las tempestades y peligros que entraña la historia humana.
Y como siempre el destino y la prueba de ese amor es la muerte de quien apacienta o gobierna, para la sola gloria de Dios, para la afirmación definitiva de su Verdad, de esa verdad que hace libres, que vincula a todos en “un mismo pensar y un mismo sentir” –que diría Pablo-, en la caridad de Dios.
Por todo eso, los Apóstoles son bien conscientes que sólo deben obediencia a Dios, antes que a los hombres, antes que a ese poder “religioso” constituido por los hombres y no por Dios. Sólo deben obediencia los Apóstoles al Dios que resucitó a Jesús, el único “jefe y salvador”, “para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de los pecados”. Los Apóstoles son testigos de eso y testigos del Espíritu Santo, que Dios da a los que le obedecen. La comunión de los discípulos con Jesús, el único Señor; Pedro en esa comunión y cercanía con Jesús, en el máximo testimonio del amor: sólo esas dos realidades humanas y divinas al mismo tiempo están en condiciones de apacentar y gobernar un rebaño tan digno y bien pagado como el de una Iglesia reunida desde todos los confines y culturas por Jesús.
Román Martínez Velázquez de Castro

domingo, 11 de abril de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Pascua 2º

Domingo 2º de Pascua
Para creer…, signos nuevos
La muerte de Jesús produjo una auténtica convulsión entre judíos y romanos. Las cosas no pudieron seguir como hasta entonces. Una muerte así dejó marcada definitivamente no sólo la historia de Israel, sino también la de la humanidad. Pero no habría bastado la muerte, fue su resurrección lo radicalmente nuevo. El gran escándalo para los judíos es que Jesús hablara de destruir el templo y reconstruirlo en tres días, que se presentara como el Hijo de Dios, el Rey de un nuevo Reino.
Empezó muy mal, la verdad, empezó como quien es dominado y abatido, pero así es como tenía que empezar algo tan radicalmente nuevo. Lo que nunca fue doblegado ni abatido fue su amor a la verdad que viene de lo alto, su decisión inapelable de ir hasta el final en la misión que le había sido encomendada. Y esto lo hizo no como quien está siendo doblegado, sino dando muestras de la libertad más genuina. Esa libertad en medio de la persecución y la muerte es el presagio de la mayor de las libertades, de la definitiva liberación que viene de Dios. Por él hemos sido definitivamente liberados de la muerte.
Esa afirmación de la capacidad redentora de Jesús la hacemos fácilmente todos los cristianos, como aceptación de un principio doctrinal fundamental de nuestra fe. Sin embargo tal vez no sea todavía suficientemente el principio que sostiene nuestra vida práctica de todos los días. Recogiendo el anuncio firme y contundente de Pedro acerca de la resurrección de Jesús, como el núcleo central de la evangelización, hemos seguido anunciando la resurrección de Jesús a lo largo de los siglos en la predicación de la Iglesia. Pero algo nos pasa, es como si nos faltara fuerza o credibilidad en lo que predicamos. El gran signo, el signo de Jonás, ha perdido su eficacia en muchos casos. Es como si el paso de los siglos hubiera restado credibilidad a la resurrección.
Aquellos testigos inmediatos de lo que había sucedido ya no están con nosotros. Tal vez nos falten hoy testigos capaces de creer sin haber visto. No debe extrañarnos que muchos teman sumarse al grupo de los que creen. Es arriesgado a todos los niveles. Pero sí debe extrañar profundamente que a los que dicen creer les cueste tanto abrirse a otra vida, otros resultados, otros compromisos que no sean los de moda, los que imponen nuestros cinco sentidos materiales.
Al presentarse a los discípulos después de la resurrección, Jesús los envía con la misma carga, medios y dificultades que él había tenido. Nos da como garantía de todo la paz, nos entrega el mismo Espíritu Santo. Con un solo fin: perdonar, reconciliar, reunir en la comunión a todos. Él no había venido por otra razón. Si queremos más, nos ofrece poner las manos en sus llagas, en sus manos y costado. Las señales de la muerte no dejan de ser un buen signo. Pero proclama dichosos a los crean, a los que se fíen, a los que lo entreguen todo por puro amor, sin haber visto. Es el amor la verdadera señal, el amor que le llevó a la muerte con un hilo de vida tan seguro que no podía sino desembocar de nuevo en la Vida resucitada, transformada.
Por eso se adherían al grupo siempre nuevos creyentes. El Resucitado seguía presente entre ellos, dando las mismas señales del amor, las señales del Espíritu. Si los que pasan necesidad se sienten atendidos, la resurrección es un hecho que va más allá de la historia y de unos momentos de desgracia. Hemos sido enviados para reconciliar sin otro instrumento que el amor que se nos ha dado en la cruz, con la presencia del Resucitado en medio de nuestro mundo de muerte y con el mismo y único amor verdadero del Padre.
Si nos falta la fe en la resurrección, en ese amor que traspasa cualquier límite, nos falta todo. Inmediatamente nos convertimos en meros funcionarios de la religión, administradores de ritos, sedientos de seguridad y poder, aunque vayamos a buscarlo en “el cielo”. Ese es el verdadero espiritualismo, es un pietismo falto de toda vida que nos hace someternos al poder de unos cuantos que dicen ser los representantes del cielo. Pero el cristianismo no es eso. Es la religión de los libres, de los que esperan confiados en el poder del amor y de la Vida. Es la religión de quienes se reconcilian día a día en el único que puede reconciliarnos y unirnos en un solo pueblo.
Sí, podemos todavía hoy dar signos nuevos, vivir del único signo que permite a todos seguir creyendo en el Amor, en la vida, en la Resurrección de Cristo y de todos nosotros. Basta amar de verdad, sin engaños, basta dejar de mirarnos a nosotros mismos.
Román Martínez Velázquez de Castro

domingo, 4 de abril de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Pascua 1º

Domingo 1º de Pascua
Hasta la muerte tiene su final
Nos cuesta infinitamente perder la libertad,  perder la propia dignidad, sentirnos marginados, perder cualquiera de nuestros derechos. Desplegamos la mejor de las fantasías para hacernos un sitio y asegurarnos el respeto de los demás. Pero con la vida vamos más allá, lo que de ningún modo toleraría alguien cuerdo es el ataque a la vida misma. La vida la experimentamos como algo anterior y superior al derecho, es su justificación misma. En ella se sostiene y encuentra sentido la persona y la sociedad. En torno a la vida y a una aceptable calidad de la misma giran todos nuestros afanes y los mejores esfuerzos. Cualquier proyecto tiene como motor el instinto de la vida.
Cuando de hecho vemos que la vida se acaba, cuando la muerte se acerca, el instinto se dispara buscando algún resorte oculto que pudiera ganarle terreno o hasta eliminarla. Pero la verdad es que teniéndolas tan cerca a la vida y a la muerte, no las conocemos.  Por eso que tampoco sabemos qué hacer con la muerte, porque ni sabemos qué hacer con la vida. Intentamos olvidadar la muerte o esconderla, o simplemente huimos hacia delante llenando de fantasías, de actividad desbordante, de placeres de todo tipo, un vacío que de ninguna manera puede llenarse por semejantes caminos.
La tentación de disimular la muerte con el poder, con el bienestar, con la riqueza, con el prestigio, nunca pasa de ser eso: una tentación sin realidad alguna. No se puede eliminar la muerte, en todo caso hay que traspasar la barrera que la misma representa. Hay que abrazarla con realismo hasta lograr envolverla con los valores de la vida misma. Y sólo quien está más allá de la muerte, quien viene de otros confines, quien logra establecerse tras los límites de la muerte, puede con éxito envolverla y superarla. Hace falta saber vivir la vida auténticamente para poder vivir la muerte y saber morir para emprender el verdadero sendero de la vida. Lo hace quien traspasa los límites materiales de la vida y tiene la osadía de dejarse engendrar por el Espíritu. Lo que nace de la carne es carne y por tanto muerte, lo que nace del Espíritu es espíritu y da vida.
Tenemos muy cerca la Primicia de la Vida (con mayúscula), de esa vida que es espíritu capaz de vencer la muerte, pero nos cuesta abrirnos a ella, reconocerla, hacerla nuestra, seguir su rastro. Sólo el Espíritu de Dios, el Espíritu del Amor, el Espíritu que Jesús nos entregó en la máxima prueba del amor, desde la cruz, sólo él puede darnos vida y devolver la salud a esta carne caduca y mortal que con tanto esmero cuidamos. El amor del Padre, llevado al extremo de la entrega y la pérdida de lo más propio, es la única fuente desbordante de vida y de eternidad. Sólo un Amor así explica la muerte y la supera hasta el punto de inundar con su luz unos ojos demasiado acostumbrados a la oscuridad, la desesperanza y la muerte.
El amor de aquellos testigos privilegiados de la resurrección de Jesús, fue el que les permitió entender más allá de la muerte, recuperar un lenguaje de vida, y, en su momento, poder abrazar también la propia muerte como todo un presagio de multiplicación de la vida. En aquella tumba de Jesús no quedó más que el vacío que la muerte misma deja. La vida salió de ella como un enorme fuego capaz de alentar, de fortalecer y de multiplicar las semillas que con tanto amor Jesús había plantado y cultivado en su paso entre nosotros.
No, no pasará de moda, su fuerza no acabará. Ni la persecución, ni el intento de arrinconarlo y aislarlo, ni el vacío de toda una cultura, ni la contundencia de la muerte podrán eliminar del corazón de la humanidad esa llama de vida, la llama de un espíritu eterno como el de Jesús. Año tras año la celebración de la Pascua, del paso liberador de Dios entre los hombres, vuelve a encender la esperanza. Su muerte está colmada de sentido, no habla más que de cercanía, de un amor extremo, es una muerte que desborda vida. En él también la muerte tiene su final.
Sólo nos hace falta volver a nacer, dejarnos llenar de su Espíritu, llenarnos del amor más grande, de ese amor que lo entrega todo, que no busca los primeros puestos, que sirve a todos, que no teme entregar la vida. En Él está nuestro verdadero paraíso, Él es nuestro mejor premio, Él hace fecunda y viva esta carne nuestra corrompida y avocada a la muerte por el egoísmo y el orgullo. La esperanza vuelve con Él como una realidad de vida en el presente y un futuro de fidelidad en lo eterno. Nunca más quedaremos aislados por la muerte. ¿Quién podrá acabar con la vida?
Román Martínez Velázquez de Castro