domingo, 2 de mayo de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Pascua 5º

Domingo 5º de Pascua
Impotentes con lo viejo, capaces de lo nuevo
¿Nos habremos cansado de esperar? Demasiadas veces se nos ha dicho que hemos de mirar hacia delante sin que el presente nos distraiga o detenga nuestros pasos. Y sí, es cierto que sólo puede avanzar quien mira hacia delante, hacia un futuro nuevo que se ha de crear con tesón y esfuerzo. Pero el cansancio viene cuando no vemos nada aquí y ahora. No entiendo cómo Dios haya podido crearnos para vivir siempre en lo irreal: el presente no es lo nuestro porque está lleno de miserias, el futuro tampoco porque está demasiado lejos de todos por su naturaleza espiritual, enfrentada a la nuestra física y terrenal, y demasiado lejos por lo infinitamente distante de nuestras facultades que nunca alcanzan la perfección que tanto anhelamos.
Sin quererlo nos volvemos tan materiales o tan espirituales, que no hacemos más que negar continuamente lo más nuestro, nuestra identidad humana. Tendemos a malvivir enfrentados con nosotros mismos, con nuestros semejantes y hasta con ese Dios que nos parece tan lejano y ajeno. Nos está haciendo falta una gran dosis de reconciliación.
Y justamente eso es la Iglesia que tan pocos seguidores arrastra. Es reconciliación de lo humano y lo divino, es reconciliación del presente con toda la historia, es reconciliación en lo íntimo de cada persona. La Iglesia que nace de la experiencia vivida ante la cruz y ante el sepulcro vacío, está en condiciones de afrontar el reto de lo nuevo, porque en sí misma ya es algo nuevo. El cristiano tal vez no sea mejor que otros, tal vez tenga que vérselas con muchas limitaciones, como todos. Pero el cristiano vive un presente totalmente integrado en su tierra, apreciando todo el sabor de lo creado, del don que es esta vida nuestra, sólo que iluminado por esa dosis de espíritu que da forma y valor a cuanto tocamos. Tampoco falta el dolor al cristiano, pero no huye de él, ni éste lo doblega. El amor vivo que engendra la comunión permite que vivamos la tensión entre el hoy y el mañana, entre lo caduco y lo eterno, entre lo singular y lo plural, como quien contiene el germen de la vida. En efecto la presencia continuada de aquél que nos creó es una permanente fuente de vida que permite reconciliar en el amor todos los opuestos, paradojas y contradicciones, tan absurdas para quien sólo las contempla con sus cinco sentidos materiales.
Con la resurrección de Jesús nace la Iglesia, y se produce una explosión de vida en los lugares más perdidos, entre los más desfavorecidos, entre los pobres de espíritu, entre los que lloran y son perseguidos. Se alumbra un misterio de vida para los que miran esta existencia nuestra con corazón limpio, sin orgullo individualista, con una clara libertad. Ese milagro sólo podía producirlo quien vino desde Dios hasta nosotros y supo estar a nuestro lado en todo momento, entregando hasta la propia vida. Quien lo ha dado todo lo merece todo y alcanza la gloria definitiva. Esa gloria es más que un trozo de tierra o un aplauso oportunista de unos cuantos mientras se sienten agasajados y favorecidos. Resulta impresionante esta gloria que llega cuando uno se entrega, o, más aún, cuando injustamente uno es entregado quedando patente una vez más la gratuidad infinita del amor, de quien ha decidido definitivamente poner su tienda entre nosotros.
Podríamos sentirnos impotentes ante tanto dolor y muerte, impotentes con lo viejo, con la enorme carga negativa de nuestra limitación humana. Podríamos sentirnos impotentes en medio del mundo con una Iglesia que prometía la liberación definitiva, pero que se hace vieja y que pierde su energía inicial porque es de este mundo. El creyente puede venirse abajo al verse cada vez más aislado y solo, puede sentirse decepcionado por ese Dios y esa Iglesia que deberían ser siempre garantía de vida. Pero, a pesar de todo eso, quien confía en Dios, quien se abre a unas relaciones iluminadas por el Evangelio de Jesús, quien se sostiene fiel, a pesar de las persecuciones, quien sigue llevando a los demás la ilusión que provoca siempre el amor verdadero, ése es y será siempre capaz de lo nuevo. Nunca se ve gastada la vida que se entrega gratuitamente, colocando así el verdadero listón del ser y de las capacidades de lo humano. La Iglesia, ese reducto de verdad, de comunión, de amor sincero, de confianza en el Padre que lo crea todo y en el hombre, su más fiel imagen, es y será siempre un anuncio de lo nuevo. No importa cuántos la integren, no es definitiva su capacidad de penetración en el tejido social y su aceptación o rechazo. La Iglesia, naciente cada día, vale por lo que contiene, más que por lo que se expande, y por eso mismo hace libres a las personas sin imponerles otra carga que la que representa Jesús. Quienes aceptan su yugo, suave y ligero, se hacen, con todos los demás, con toda la Iglesia formada por Jesús mismo, auténtica y permanentemente capaces de lo nuevo.
Román Martínez Velázquez de Castro

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