El otro día me llegó a través de un amigo la dirección de un video en internet. Entré para verlo y se trataba del impresionante testimonio de una abuela mexicana que se había hecho cargo del cuidado de un nieto con parálisis cerebral. El video muestra las dificultades, el esfuerzo, el cariño con el que la vida de ellos dos se desarrolla. No quiero adelantar nada más por si alguien se anima a verlo, el caso es que este impresionante testimonio de amor me conmovió mucho y me suscitó la siguiente reflexión.
En el inabarcable mundo de internet proliferan cada vez más este tipo de videos. Son vistos por miles de personas. Son videos que llaman poderosamente nuestra atención porque nos muestran impresionantes testimonios de superación personal, de amores sin límite, de milagros cotidianos. Son historias que nos emocionan, que remueven nuestras conciencias, que nos llaman a despertar de nuestro egoísmo, sacan de nuestro interior los mejores sentimientos, aquellos que nos llaman al compromiso, a la generosidad, a dar ese paso definitivo que tanto nos cuesta dar y que “por fin” nos pondría en nuestro sitio.
Pero acabadas esas imágenes, esas palabras, ¿qué queda en nosotros de esa vida recibida? Los grandes sentimientos experimentados se difuminan rápidamente, dando paso a otros, menos altos, más rutinarios, aquellos que conforman nuestro día a día. Al final, nuestra vida sigue siendo la misma, nada ha cambiado. Y es que nuestros sentimientos, por muy grandes, altos o profundos que sean no transforman automáticamente nuestra vida si no van acompañados del compromiso. Viendo la vida de estas “heroicas” personas descubrimos que detrás de ellas se esconden valores como la fidelidad, el sacrificio, la generosidad, la humildad,… valores que no son fruto del sentimiento sino de la voluntad, la única que puede hacer del sentimiento algo útil, verdadero, capaz de hacerme salir de mí para “darme cuenta” del valor del otro, lo contrario no deja de ser un sentimentalismo egoísta que sólo parece saciarse a fuerza de consumir más y más sentimientos.
Sobre los vaivenes del sentimiento es difícil construir algo seguro, sólido, permanente. Empeñarse en vivir de ellos es vivir en un continuo estado de incertidumbre, de ansiedad, de indecisión: “a ver cómo me levanto hoy”, “cómo me siento”, “qué me ofrecen los demás”, “qué me apetece”, “qué hago para no aburrirme”. Vivir así no nos hace más felices, ni ofrece garantías de nada a nadie. Pensemos sin más en las dificultades actuales para mantener el compromiso en la vida de pareja, entre amigos, con Dios. Cuando algo se nos tuerce, cuando algo nos compromete seriamente, cuando alguien necesita de nosotros, qué difícil nos resulta superar nuestros sentimientos egoístas y dejarnos llevar por el compromiso, la única tabla de salvación para muchas situaciones difíciles. El compromiso aporta a la vida una autenticidad y una plenitud capaz de saciarnos interiormente, aunque tengamos que sufrir por ello. Nos da una felicidad que no es pasajera, como la de los sentimientos, sino que dura para siempre y que contagia a los que nos rodean.
Pretender vivir la vida sin comprometerse es puro egoísmo, es volver la espalda a una nueva vida que se esconde tras la puerta del compromiso. Un mal concepto de libertad nos está haciendo mucho daño. Creemos que ser libres es poder hacer lo que me apetezca en el momento que me apetezca, sin ningún tipo de límites ni obligaciones. ¡Nada más lejos de la verdadera libertad! Somos libres no para estar deshojando eternamente la margarita de nuestros caprichos y apetencias, sino para poder decirle a Dios, a los demás, a algo o a alguien: «¡Cuenta conmigo para siempre!». Vivir para uno mismo sólo tiene como consecuencia el aislamiento, la soledad, la falta de relaciones auténticas, en definitiva, nuestra atrofia personal y social. Sin compromiso con nada ni nadie me acabo destruyendo como persona, porque mi verdadero ser no es ser un «ego» que vive para sí sino ser un «don» continuo para el otro.
Es precisamente la fidelidad que veo en los demás, su entrega, su gratuidad, todos esos valores que nos atraen tan intensamente, los que suscitan en mí nobles y grandes sentimientos. Si yo no soy capaz de hacerlos míos y vivirlos en primera persona me sentiré siempre frustrado, incompleto, insatisfecho. Por eso nuestra vida tantas veces va como un barco a la deriva, sin rumbo, perdido en la noche. Aquello que puede darle sentido, orientación, consistencia, lo hemos despreciado por un ensalzamiento enfermizo de nuestro «yo». El compromiso puede salvarnos de esa destrucción, pero ¿estamos preparados para ello? ¿Seremos capaces de decirnos los unos a los otros: «Sí, cuenta conmigo» y tender la mano al otro sin miedo a que nos la estreche? Sólo comprometiéndonos seremos capaces de descubrir la maravillosa vida que nos espera más allá de nosotros mismos.
Francisco J. Campos Martínez
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