domingo, 28 de febrero de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 2º

Domingo 2º de Cuaresma
Entre la promesa y la realidad

Resultan increíbles muchas de las promesas que se nos hacen todos los días. Estamos acostumbrados, demasiado acostumbrados a mirar hacia atrás cuando se nos habla del futuro. Y es que si mirando hacia atrás no vemos nada, ¿qué veremos mirando hacia el futuro? El pasado y el presente son la mejor prueba a la que podemos someter cualquier promesa. No es que seamos escépticos por naturaleza, no, más bien estamos necesitados de confianza, de verdades y de hechos que nos permitan avanzar seguros hacia lo que está por venir. Pero lo cierto es que nos hemos vuelto muy críticos con los demás y críticos con nuestras propias posibilidades. ¿Quizás se nos ha prometido demasiado?
Las promesas de Dios no sólo han sido creíbles durante siglos, el ser humano las ha necesitado para poder tolerar y convivir con los vacíos del presente. Y es que resulta muy consolador y casi espectacular, poder presentarnos ante la vida como quien tiene de su parte al que puede hacer prodigios y transformar nuestra suerte en un abrir y cerrar de ojos. Quizás por eso se quedaron adormecidos y felices esos tres discípulos que subieron al tabor con Jesús para verlo transfigurarse, como infantes que finalmente han encontrado un regazo seguro y que tienen de su parte al mejor. ¿Cómo no verse tentados de aprovechar la ventaja y hacer tres tiendas?
Sin embargo, hay mil voces que nos reclaman para bajar del tabor, de esa visión misticoide o espiritualista. Ese estado de enajenación en el que uno deja de ser protagonista de su historia no es humano. Nos vuelve enfermizos, faltos de realidad y de comunicación. Cada cual en su choza o tienda pierde la visión de Dios y la visión del hermano y pierde por tanto el sentido de la realidad. Prometer vida de esa forma no resulta una promesa creíble.
La manifestación de Dios hecha en la transfiguración de Jesús, no fue en absoluto una llamada a la huída o la evasión. Tampoco fue un alarde espectacular de exclusividad y poder, ni una fantasía ideada para preservar el descanso de sus amigos, o conquistarlos de modo fácil. Contiene y es toda una promesa creíble, precisamente porque va teñida de presente y de dolor, y de comunicación profunda. En este caso el futuro esperanzador no entra en contradicción con un presente abnegado y a veces absurdo. Un presente así es más bien el aval de la promesa. El sujeto y el objeto de la promesa se vinculan para siempre. Es Dios que promete entregarse a sí mismo para el hombre. Estamos ante una alianza que compromete hasta la muerte a ambos. Y por eso la promesa adquiere vida, se vuelve luminosa y esperanzada. Sólo puede prometer con autoridad y de manera fiable quien está ya a nuestro lado dando, dándose, y dejando de esta forma tras de sí una verdadera estela de vida y de esperanza.
La transfiguración de Jesús es toda una promesa creíble, que por lo demás no resulta fácil de comprender. Sólo ese mutuo darse, en clima de alianza nueva, puede despertar en nosotros esos otros sentidos necesarios para un conocimiento que no se produce tanto desde la razón, sino más bien en el corazón, en lo más íntimo de la persona. A través del hombre logra verse de manera única a Dios, y a través de Dios el hombre logra verse a sí mismo y explicar su absurdo misterio de muerte. Pero hace falta Dios y hace falta el hombre, hace falta ese diálogo inefable de ambos que explica y da razón suficiente de lo que fue, de lo que es y de lo que vendrá.
¿Cómo entender hoy a Dios, y entender al hombre si no logramos juntos ser un anticipo de ese futuro? Si no subimos al monte de Dios y no bajamos con él donde está el hombre, si no mostramos así juntos el rostro transfigurado de la humanidad y la divinidad, amalgamados en una sola realidad, ¿cómo podemos creer en alguna promesa o prometer algo creíble?
Hartos de “realidad”, tal vez echamos de menos poder ver un poco de cielo en el rostro transfigurado de quien sufre por amor. Hartos de dominar, hartos de defender lo nuestro, tal vez deseemos ya ver un poco de esa gratuidad que sabe a cielo. Pero más que “cambiar de figura” nos hace falta traspasar el propio cielo, la propia felicidad, para ir hasta ese cielo del otro, rompiendo nuestro aislamiento. Hace falta permanecer y que nos vean en pleno diálogo, ese diálogo celestial, poco habitual entre nosotros. No importa que hablemos de la muerte o hablemos de la mismísima esencia de la vida. La entrega sincera, el dolor bien asumido, una actitud libre y abierta… y la promesa de Dios volverá a ser creíble. Al hombre moderno también le falta el paraíso, que el cielo vuelva a la tierra, la nueva tierra. Jesús no ha hecho más que abrir e insinuar el camino. Pero en él la promesa ya es realidad.
Román Martínez Velázquez de Castro

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