domingo, 21 de febrero de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: Cuaresma 1º

Domingo 1º de Cuaresma
Raíces que se afianzan en el desierto
Extraña y curiosa, cuando menos, debe resultar a los oídos de muchos esta afirmación: «Sólo al Señor tu Dios darás culto». Trato de imaginar lo que puede pasar por muchas cabezas de nuestros contemporáneos. Hemos pasado siglos bajo el poder de la religión y de los religiosos, para casi todo hemos necesitado del influjo social de la religión: en la cultura, en la enseñanza, en la sanidad, en la asistencia social, en la economía, en el pensamiento y hasta en los pormenores de la vida cotidiana. Por norma y bajo el peso de la tradición hemos tenido que pasar por las iglesias durante siglos para asegurarnos una vida eterna en condiciones. Y de golpe y porrazo llega el progreso, irrumpe la revolución científica y tecnológica y nuestros ojos se abren: del lado de la ciencia y de la técnica, del lado de nuestra razón hemos avanzado en pocos años lo que no habíamos logrado en siglos de historia de manos de la religión. ¿No será que Dios ya ha sido sepultado por la razón humana? ¿No será que nos habían secuestrado la razón para acabar con nuestra libertad e impedir el progreso?
¿A quién le dice ya nada esa afirmación tan gratuita como cargada de un poder trasnochado: «Sólo al Señor tu Dios darás culto». Sólo un 30 % de los españoles dicen hacerlo porque todavía van a la iglesia para cumplir con sus prácticas religiosas. Por lo demás no existe un compromiso fuera de los templos y es casi irrelevante el número de aquellos que siguen en su vida las enseñanzas del magisterio de la Iglesia sobre moral y conducta cristiana. Los seminarios nos dicen que se están vaciando, apenas hay vocaciones al sacerdocio o a la vida religiosa. ¿Qué pasa? ¿No le estará llegando a la Iglesia y a la religión su final?
Honestamente hay que aceptar que ese es el cuestionamiento de muchos, lo que circula por sus cabezas, y, peor aún, es lo que hoy se predica desde las cátedras de la vida pública o civil en ámbitos políticos y sociales. Por lo aparentemente simple del planteamiento, me gustaría secundar un posicionamiento semejante. Pero algo por dentro me dice que no sería honesto conmigo mismo ni con la sociedad, dar así por zanjada una situación de siglos y, menos aún, los mil retos a los que como humano me enfrento cada día. La persona que ve saciada su hambre con unos cuantos recursos materiales que saben a progreso; o con la posibilidad de ejercer un poder efectivo sobre las cosas y las personas, que le sabe a libertad y autogestión; o con el reconocimiento y aplauso de unos cuantos, que le concede valor suficiente y reconocimiento a sus principios, esa persona aún está al principio de su camino. Esos consuelos no sacian sino la sed de lo inmediato, pero dejan volatilizado el núcleo más esencial del ser humano.
Ni siquiera Dios puede venir de fuera, extraño a la persona, para pedirle o exigirle sumisión. Y sin embargo tiene plena validez todavía, en medio de la crisis religiosa, ese imperativo que nace de lo más profundo del hombre. No me escandaliza que el hombre moderno ose apartarse de Dios. Es una tentación normal que se tiene que plantear en el desierto de nuestra propia historia, la de los hombres. Pero Dios no viene de fuera como un extraño, está dentro de cada uno, amasado con la historia personal y colectiva por su mismo ser Amor y Comunión. El mismo Espíritu de Dios nos lleva a ese desierto de tentaciones de todas las clases. Ojalá nos dejemos conducir también por él en nuestro comportamiento ante los espejismos del desierto que dan carta de identidad y sólo aparente valor a lo que no es más que una fantasía.
En un periodo de crisis religiosa, de cuestionamiento de todas nuestras posiciones y principios, de la propia orientación del ser humano y de la sociedad, sigue siendo una peligrosa fantasía, una tentación descarada, olvidar al prójimo, olvidar la deuda que tenemos con el hermano, olvidar el principio de comunión en el que hemos sido creados, instalarnos en un sentimiento adolescente de autoafirmación y de poder, pretender vivir del prestigio y de los agasajos fáciles de quienes en pocos años nos darán la espalda para elegir otro “top model”, otro escritor consagrado, el nuevo político de turno, o el pensador de moda y hasta el maestro el gurú o el teólogo consagrado por los medios de comunicación.
Ante esas tentaciones tan aberrantes como humanas y cotidianas, siempre resuena desde dentro de la conciencia esa frase tan cargada de autoridad como liberadora: «Sólo al Señor tu Dios darás culto». Que equivale a decir que no somos nosotros quienes justificamos suficientemente nuestra conducta sino el Señor de la Vida, aquél que responde de nosotros de modo estable y duradero, aquél a quien le debemos nuestro ser por el amor infinito que nos hizo partícipes de todo lo suyo, y aquél que establece relaciones duraderas de justicia y mutuo enriquecimiento con nuestros semejantes. Ese Señor de la Vida y del hombre eleva nuestra dignidad, porque nos hace libres de todo y nos prepara para el encuentro con el mundo real de una forma responsable y creativa al mismo tiempo. Nuestro “culto”, no puede ir dirigido a nosotros mismos, a nuestro poder y nuestra satisfacción, hemos de “cultivar” para que dé sus mejores frutos, el amor que está nosotros, en el que fuimos creados. Ese es nuestro único Señor y a él solo podemos darle culto.
Román Martínez Velázquez de Castro

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