sábado, 13 de febrero de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: T. Ord. 6º

Domingo 6º del Tiempo Ordinario
Saciados… ¿de qué?
Difícil tenemos buscar algo distinto a lo que nos dan, y peor aún si eso que buscamos entra en contradicción con lo que en nuestro entorno se vive o se disfruta. El peso de la costumbre puede ser muy bueno para dar seguridad, pero puede volverse una losa insoportable que sepulta cualquier aspiración o paso hacia una auténtica libertad.
La sociedad, por un raro consenso “mayoritario”, establecido por aquellos a quienes les hemos encomendado confiadamente nuestro futuro, y consolidado por una serie de modas “culturales”, nos ha dicho lo que es bueno o malo, los caminos que se pueden todavía emprender y los que hay que definitivamente abandonar. La clase que marca usos, costumbres y modas, es la clase que tiene la potestad delegada para ofrecer a todos el mejor de los paraísos. ¿Quién puede desconfiar de ello o apartarse para orientar sus pasos hacia otro paraíso?
Lo que sí está bien claro es que este paraíso que la corriente social dominante parece disfrutar, no es el paraíso de los pobres, ni de los que buscan la justicia, ni de los que lloran, ni por supuesto de los limpios de corazón, de aquellos que no tienen doblez, de aquellos que se entregan con sinceridad a pesar de las mil incomprensiones, persecuciones o marginaciones a las que se ven sometidos. Ese paraíso “hecho a nuestra medida”, pero en el que caben muy pocos, no es, no ha sido, ni podrá ser nunca el paraíso de la humanidad, el paraíso donde se pone de relieve la dignidad de la persona; no ha sido nunca el paraíso de quien ha sido creado con la capacidad de ser libre y de crear; no podrá ser nunca el paraíso de quienes cuentan con los demás para gozar -que no explotar- las mil riquezas de este universo que sí está hecho a nuestra medida, aunque algunos se empeñen en decir que se queda pequeño para todos.
Ese señorío de la moda, de la discriminación y el engaño, de la ruptura, de los “privilegiados”, de una cultura caduca que nos sumerge cada vez más en el aburrimiento y el tedio, y hace de la desconfianza el justificante para un crecimiento a costa de los demás, el señorío del placer, de los sentimientos, de lo caduco, de lo inmediato, de todo lo que se volatiliza en un abrir y cerrar de ojos…, ese señorío nos ha cegado y nos ha hecho el corazón de piedra. Ese señorío casi consigue que nos avergoncemos de llamar Señor y rendirnos ante quien auténticamente nos hace libres.
Personalmente no conozco un señorío más dignificante que el que aparece en esos Evangelios tan antiguos como actuales. Es el señorío de quien pone ante nuestros ojos el mejor de los paraísos, un paraíso que no exige tanta humillación y sumisión como aquel otro. En este paraíso divino sí cabe la humanidad entera, aunque sólo lo alcanzan los que no son serviles, los que no se dejan utilizar ni se amedrentan, los que son capaces de sufrir por salvar la dignidad de las personas, los que poseen bien poco porque sólo retienen como riqueza el amor de Dios y el amor a cada semejante.
Pensando en un horizonte tan grande, que ensancha continuamente la mirada, y nos saca de cualquier posible aburrimiento debido a la estrechez del corazón y de la mente, se entiende bien la dura expresión del profeta Jeremías: «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor». No proclama indigno al hombre y a la carne, sino todo lo contrario. Pero sí pierden toda su dignidad cuando se abandona el señorío de Dios para someterse al señorío de lo caduco y de lo totalmente incapaz de producir vida por sí mismo fuera del ámbito del amor y de unas relaciones leales con los demás. Somos plantas que junto a la corriente echan raíces, pero fuera de su medio se marchitan y se pierden.
La cultura dominante ha optado por rellenar a toda prisa los vacíos de la existencia con goces inmediatos, llamando al consumo y a una evasión de carácter materialista que nos impide plantearnos cualquier pregunta sustancial sobre nuestra razón de ser y nuestro andar por la vida. Esa cultura ha prescindido irrevocablemente de cualquier promesa de vida después de la muerte, y nos llama a disfrutar frenéticamente del presente a costa de cualquier cosa. Pero lo que nunca conseguirá es devolver la paz al hombre, hacer que se sienta confiado y que goce de su propia grandeza junto a los demás. Nunca eliminará por principio la discriminación, la marginación y por tanto la violencia. ¿No sería mejor romper definitivamente con el respeto humano y el miedo, con la moda y esa cultura dominante para abrirnos al único señorío que sí sacia y garantiza un gozo estable y eterno?
Román Martínez Velázquez de Castro

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es cierto que si abandonamos a Dios por el hombre, hasta las cosas buenas que puedan salir del hombre se vuelven en su contra si no las une y las goza con Dios. Gracias por esta reflexión