sábado, 6 de febrero de 2010

EN CAMINO CON LA PALABRA - Ciclo C: T. Ord. 5º

Domingo 5º del Tiempo Ordinario
Evangelizar con la confianza que da el amor
Una cosa es evangelizar, anunciar de modo efectivo una buena noticia, proclamar un mensaje liberador; y otra bien distinta es ser un profesional del Evangelio o de la “religión”. Las motivaciones y los objetivos de uno y otro no tienen nada que ver. La “religión” ha amparado y sustentado proyectos de muy diversa índole. Alcanzar cualquier poder siempre se ha visto facilitado por una buena mentalización “religiosa”, una buena alianza con esos sectores más “religiosos” de la población, que añaden motivaciones sustanciales para el esfuerzo y la fidelidad obediencial.
Para ser un buen profesional de la religión basta tener poder y una cierta capacidad demagógica. En cambio, para evangelizar satisfactoriamente hay que tener autoridad. Entiendo por autoridad algo bien distinto del poder. El poder somete, vincula por la fuerza, “evangeliza” desde la necesidad impuesta, desde arriba; es proselitista, no engendra comunión ni vínculos interpersonales, deja a cada uno en su propia individualidad; el poder compone arbitrariamente una sinfonía que no acaba de sonar de modo acorde, ya que no arranca de la vocación propia de cada uno de los elementos que componen la orquesta de este mundo, no toma en cuenta el ser armónico que tiene sus propias leyes. El funcionario de la religión, sabe que no es nada sin su jefe, sin el poder del que puede participar en la medida que calla, que acata y obedece. El poder sólo logra establecer una nube de vínculos tan pasajeros como interesados. Por eso, cada vez que se nos habla de Dios, del Todopoderoso desencarnado y lejano, dentro de nosotros se enciende una especie de alarma, consciente o inconsciente, y no podemos dejar de vernos lejos de ese Dios incomprensible para el hombre. En nombre de ese Dios todopoderoso se han hecho muchas cosas que han acabado en destrucción de la persona y de su libertad.
Por el contrario la Autoridad del Evangelio, de Jesús, suena a algo bien distinto, de la misma forma que el término creyente se aleja bastante del simple ser correligionario. Los evangelizadores que nos han transmitido el mensaje liberador de Jesús, no se vieron nunca atrapados por el afán proselitista, sino más bien por el amor sincero a cada persona. El evangelizador busca entablar un diálogo interpersonal, sacar fuera la vocación integradora de cada individuo para lograr la mejor armonía, en un diálogo liberador y creativo. La autoridad tiene sus raíces en el valor de cada persona, en su ser para el otro, en la vocación de servicio gratuito y libre en la que todos nacemos. La autoridad no se impone, se da, cautiva y entabla lazos verdaderos de comunión. La autoridad engendra fe y confianza, da luz y acerca a la Verdad.
Cuesta entender la revolución cristiana, la radicalidad apostólica de los discípulos de Jesús, esos hombres de fe, nacidos del amor pasado por el crisol de la muerte, si no estuviera precisamente justificada por la autoridad de alguien que no lava el cerebro, que no hace proselitismo, que está dispuesto a quedarse solo por fidelidad a su propia vocación como Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Jesús ha nacido del amor y todo lo que engendra nace del mismo amor. La llamada que dirige a cada uno de los Apóstoles para hacerlos “pescadores de hombres”, evangelizadores, está más que justificada por ese otro “poder” suyo que no es sino la autoridad que le viene de lo alto y que se ha hecho carne cercana y manifestación concreta. Jesús ha hecho escuela con los suyos, conviviendo, compartiendo lo que ha recibido del Padre con toda fidelidad al Padre y a cada uno de los discípulos.
Nuestra autoridad para evangelizar no nos viene del poder recibido, sino más bien de la capacidad de imitar al maestro dando la vida. “El cáliz lo beberéis” es la única garantía del buen evangelizador, porque es la mejor expresión del amor, único capaz de ponernos en la verdad, de liberar y de crear la comunión entre todos. «Por tu palabra echaré las redes», esa fue la respuesta convencida a una llamada de Jesús. La Palabra que todo lo ha hecho, es la única palabra con “poder” para recrear este mundo, con autoridad para engendrar lo que pronuncia. Esa Palabra es un acorde sinfónico hecho de mil servicios, hecho de entrega y de inmolación libre, es la mejor composición, nunca se vuelve aburrida, contiene una imaginación sin límites. Es cercana a todos y deja un eco o resonancia propia en cada uno, reúne mil voces en una sin confundir ni aturdir a nadie. Comunica fortaleza y produce fidelidad. Llega a todos sin proselitismo alguno. Sólo así entiendo que el apóstol lo deje todo, aun en tiempo de riqueza y de progreso, con la disponibilidad, radicalidad y prontitud con que lo hicieron aquellos primeros Doce.
Román Martínez Velázquez de Castro

1 comentario:

AntonioL dijo...

Muchas veces el don y la gracia que recibimos la usamos para vanagloria propia, para rellenar vacios y complejos personales. Es una tentación aprovechar la posición y el lugar que Dios nos ha dado para servir a los demás, para obtener algún poder. Todos queremos tener "autoridad" sobre el otro, y esto es dificil de soportar si no hay una Autoridad a la que nos sometemos todos. De esta tentación no esta libre la Iglesia, asi que tenemos que estar alerta.
Estupenda y atrevida entrada, gracias.