Generación tras generación se ha tratado de favorecer el juego espontaneo del niño, y lo hemos ido acompañando en la convergencia de las dos realidades en las que se halla inmerso: la suya interior imaginaria y la del mundo exterior “de los adultos”. Pero a veces, en gran medida como consecuencia del ritmo acelerado de vida que llevamos, nuestro papel educador ha descuidado estos elementos, y hemos dejado reducido el juego a satisfacer el capricho del niño y mantenerlo entretenido durante un tiempo. Si este último planteamiento es el que nos hacemos al regalar un juguete al niño, el niño es el que manda, y ya sabemos, ellos lo quieren todo, y así están las estanterías…. En muchos casos, el miedo a la frustración del niño si no consigue lo que quiere, o la derivada por la comparación con sus semejantes, así como, la superprotección de familiares dispuestos siempre a complacer al niño para que “tenga todo lo que nosotros no hemos podido tener”, han sumergido al niño en la misma corriente consumista en la nos movemos los adultos. A veces da la impresión que nuestras frustraciones no resueltas, las quisiéramos sanar en nuestros hijos, y lo que generamos es una continuación de las mismas, ya que el niño se convertirá en un ser inmaduro e insatisfecho, repitiéndose así la cadena.
“Los juegos de los niños deberían considerarse como sus actos más serios”, decía Montaigne. Nuestra compañía es fundamental para que esta maduración sea equilibrada y constructiva. Sin ella el niño se pierde entre sus caprichos y se encuentra desprotegido a merced de un mercado que nunca satisface su apetito.
Manuel F. Fajardo Rodríguez
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